Gaspar Rosety
Damián, la eterna sonrisa
No escribió como García Márquez, ni ganó una Liga de cien puntos como Tito, ni entrenó al Madrid, como Boskov, tres grandes hombres perdidos en cuatro días. Damián García Iglesias nunca fue famoso, pero los futbolistas más importantes del mundo lo adoraron. No hacía ni poesía ni prosa, ni tácticas ni estrategias. Era ingeniero de tacos, de aluminio, de goma y mixtos. Arquitecto de equipajes que lucían los campeones del mundo. Dedicó veinticinco años al noble oficio de utillero, encargado de que las estrellas tuvieran a punto en su habitación, o en su taquilla, los slips, las medias, el polo, el chándal y las zapatillas o la indumentaria de partido reluciente como la estrella de sus camisetas. Cargaba más de seis pares de borceguíes de cada internacional y siempre, perito en botas, pendiente de tener a punto las que cada uno precisaba.
Vivió en el secreto del vestuario, donde todo se habla, todo se expresa, todo se grita y donde todo se calla. Abrazaba a los tres porteros antes del partido, porque los guantes mágicos necesitaban su ritual. Iker, a quien siempre le ataba el brazalete de capitán, y Villa, le pusieron «Tiriti» por su costumbre de tararear canciones en el vestuario. Damián se marchó en silencio. Siempre habrá un hueco para su leyenda entre los ropajes del fútbol, entre las lágrimas y las sonrisas de una victoria. Es uno más entre nosotros, y lo será siempre, entre todos los que sentimos la Selección dentro del alma y para la eternidad brillará tan campeón como quien lucía el brazalete que él mimaba. Su perenne sonrisa se ha ganado a pulso un lugar en la historia.
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