José Luis Requero
De árboles y bosques
Hace unos días LA RAZÓN se hacía eco de un libro que recoge textos de Cicerón sobre el ejercicio del poder. Sus ideas sobre el gobierno, las virtudes del político o la denuncia de las patologías del poder –oligarquías, corrupción– y sus efectos perversos sobre la democracia, aconsejan que sus obras ocupen plaza de libro de cabecera para la clase política. Cicerón es un clásico, su pensamiento está vivo.
Obviamente la noticia de la repesca de Cicerón radica en que su pensamiento es útil para la España actual, salpicada de casos de corrupción delictiva. Si empleo el adjetivo «delictiva» es porque hay otra que, en principio, no lo es; la identifico con esas castas políticas, con esas oligarquías industriales, financieras o profesionales que han diseñado un sistema político y económico a su medida, castas privilegiadas y empleo el término privilegio en su etimología más negativa: «privilegium», es decir, «privus legis», regulaciones privadas, a medida de los intereses del agraciado. Algo muy hispano. Lo recordaba Joaquín Costa –a quien también convendría releer– al describir esos entramados de intereses que hacen de España un país cargado de trabas y limitaciones, encarecido para muchos y lucrativo para una élite.
Que la corrupción delictiva sea la noticia cotidiana puede llevar al hartazgo, al acostumbramiento, y en España llevamos ya muchos años en los que es noticia habitual. Pero más que la corrupción, lo noticioso son las investigaciones judiciales por casos de corrupción, lo que permite una escapatoria: no hay corrupción generalizada, sino casos puntuales; una táctica que permite maquillar la realidad para ver un paraje de variados árboles, una treta para que la razón no deduzca una categoría: que eso es más bien un bosque. Con la corrupción puede acabar pasando como con la droga. La detención de un traficante o la caída de una banda es importante, pero queda la duda de si será algo anecdótico porque el narcotráfico es algo mucho más profundo y larvado. Pero real.
En España ya ha habido condenas por corrupción, pero ésta sigue y lo que se presume es que aflora un mínimo de lo que realmente se cuece; que cuanto más descendemos en la escala territorial del poder, más extendida está. Cobran así sentido ciertos ataques de sinceridad como aquel de Maragall, entonces presidente de la Generalidad catalana, al espetar a Convergencia aquello de que su problema era el 3%; o del entonces ministro de Obras Públicas, Borrell, cuando pidió a los constructores que no pagasen comisiones. Toda una confesión.
Volvamos a los concretos árboles. Los jueces de instrucción cumplen su cometido investigando el asunto que tienen entre manos, pero del mismo modo que a la Justicia no le corresponde solventar problemas sociales, tampoco de esa laboriosa y hasta titánica investigación vendrá la solución del problema de la corrupción; tampoco de una condena, aunque todo castigo penal sirva de escarmiento general en cabeza ajena, y satisfaga un fin de prevención general . Sin negar, por tanto, su valor, más bien cabe deducir que el efecto se ceñirá al «pillado», cuya imputación o condena permitirá sostener que «el sistema funciona». Funciona porque se ha castigado un delito, pero permanecen todos los ingredientes que propician la corrupción.
Está bien repescar a Cicerón porque la regeneración del sistema político no vendrá con leyes de transparencia, ni de la declaración de intereses de los altos cargos, ni de regularizaciones fiscales, ni de la reforma de la financiación de los partidos ni –si me apuran– de concretas investigaciones que puedan acabar en concretas condenas, ni del endurecimiento de turno del Código Penal. Aunque eso es relevante, el problema está en cómo se concibe el ejercicio del poder, qué consideración se tiene hacia el ciudadano, qué se entiende por servicio y eso tanto para la corrupción delictiva como para esa que no lo es, pero sí su origen porque es abuso de posición de poder, de influencia: es su caldo de cultivo.
Ante una patología tan corrosiva habría que empezar a tomar conciencia de que tenemos un problema, que es de raíz moral y que negarlo o endulzarlo es ya corrupción, como lo son los ismos que lo producen y agudizan: relativismo, utilitarismo, oportunismo, partidismo, cortoplacismo, etc.
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