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De cotorras e imaginación

La Razón
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Pocos atributos son más propiamente humanos que la imaginación, distintivo que nos destaca entre las demás especies animales del planeta. Ay, la imaginación. No está de más a estas alturas preguntarse sobre el género de ser humano que imaginó vivir en casa con una cotorra de Kramer. Porque no pudo ser un canario cantarín o un dócil jilguero, no, debía ser un pájaro gritón y tunante que responde al nombre de cotorra y que se ha convertido en Sevilla en una cuestión pública. Del grado de fantasía originario del comprador de cotorras dependió el espacio que pensó en dedicar a la mascota alada, desde la humilde jaula a un terreno acotado del jardín, pasando por el dormitorio de los gemelos; luego, como muchos veraneantes en Sevilla habrán comprobado, la cotorra se pavonea en el espacio de la ciudad que más le place. El dueño se hartó un día del ruido del pájaro aquel y le cedió toda la fantasía: vuela, vuela, vuela. Ahora se han convertido en un problema, y sabios y visires se congregan en torno a un nuevo reto: qué hacer con las cotorras de Kramer. O ellas o los murciélagos de la Catedral. O ellas o las cosechas de pipas. O espantapájaros en danza al viento o carabinas de aire comprimido. Conque ahora, en el periodo estival, en el que el discurrir de cada uno marcha al trantrán del mercurio, habrá quien optaría por encargar a los más reputados cocineros e intrépidos cocinillas que fantaseen con un guiso de cotorra de Kramer. Además de con alguna estrella michelín y con muchas horas de televisión, al chef podrían distinguirlo con una medalla al mérito. La cotorra será una presa preciada. Adiós hambre y adiós molestias.