Alfonso Ussía

De Durango al «Auberge»

Me pregunto qué sensación habrá experimentado Luis López Guerra al ver el posado de la maldad de Durango. En Estrasburgo, en su hotel, bien cortejado por los «croissants», los «brioches», los huevos con jamón y el café con leche llevado con respeto y profesionalidad por un camarero a su habitación. No es el único culpable, pero sí el mayor culpable. El posado de los asesinos. ¡Qué feos, qué sucios, qué expresiones de perversidad incurable! La fotografía huele mal. No sólo a sudor, alcohol y estiércol. Huele a sangre. Admirable el periodista Cake Minuesa. -¿No vais a pedir perdón a las víctimas? No tenéis la hombría, la dignidad y la vergüenza de decir «queremos pedir perdón». El carcumen de asesinos no salía de su asombro. Un hombre libre y valiente acompañado de su soledad estaba exigiéndoles que pidieran perdón, allí, en su territorio, a los familiares de los asesinados, los heridos, los torturados en un secuestro, los arruinados por el chantaje revolucionario, y a los que se vieron obligados a instalarse en otras partes de España para conservar sus vidas y las de los suyos. Estiércol y sangre. Entre los integrantes de la foto siniestra sumaban más de trescientos asesinatos. El café con leche, espeso y benéfico, alivia el desamparo del ayuno de Luis López Guerra, que ya se atreve con los huevos y el jamón.

Aparta la cesta donde aguardan los «croissants» y los «brioches». Escribo «croissants» y no «cruasanes» porque Luis López Guerra se halla en Estrasburgo, viviendo a cuerpo de sultán con el dinero de los contribuyentes. Pasa las páginas de las primeras ediciones de los periódicos y sonríe. No hay unanimidad. En determinados medios de la izquierda radical y del separatismo, se aplaude la fotografía de Durango. López Guerra rebaña con pan los restos de las yemas extendidos sobre el plato de huevos con jamón y advierte, no sin molestia, que la unanimidad no existe, pero sí la mayoría abrumadora. Otro café y un omeprazol, para prevenir ardores.

Mucho dudo que una fotografía similar se haya hecho en el mundo. Sobre el escenario de un teatro posaba la reunión de los canallas, de los hijoputas, de los cobardes, de los malnacidos, de las escorias homínidas, de los vertederos. No se confundan. Los más avergonzados han sido centenares de miles de vascos, y muchos de ellos, nacionalistas comodones, socios de los «batzokis», jugadores de cartas en las sobremesas, personas que votan a lo fácil para no tener una existencia difícil. Luis López Guerra no se siente avergonzado. Se prepara el segundo café. El mediocre siempre se siente orgulloso de su obra, y su obra es portada en todos los periódicos de España y algunos medios de Europa. «José Luis, lo hemos conseguido. Un abrazo, y gracias por confiar en mi persona». «Alberto, gracias por haberme mantenido en Estrasburgo. Un abrazo».

No es imaginable una instantánea que resuma con tanta nitidez y cercanía el hedor del mal. Seis filas de mugre en diferentes espacios. Jamás he sentido vergüenza por ser español. Todo lo contrario. Orgullo y muy alto. Pero hoy me ha avergonzado formar parte de este Estado y este sistema, en el que los fiscales callan, los jueces parecen en muchos casos aliados sentimentales de los terroristas, y los parlamentarios se dedican a nutrir sus futuros con pactos irresponsables. España no se romperá, pero el Estado y el sistema presentan grietas preocupantes. Ha reparado en el queso. Junto a la mantequilla, el camarero ha añadido una rodaja de queso de leche de vaca. Y distraídamente, López Guerra ha alargado el brazo hasta alcanzar esa minucia láctea y acompañándola por un trozo de pan se ha engullido la afímera delicia. Y también dos tabletitas de chocolate «Lindt», que es un chocolate holandés que ha colonizado por su calidad a la misma Francia. Luis López Guerra también votó a favor de que Inés del Río y los terroristas que más tarde la siguieron en sus inmerecidas libertades, en sus putrefactas libertades, percibieran una indemnización como compensación a la extensión de su condena. Qué bueno, qué justo, qué valiente, qué decidido. Mientras el estercolero posa en un escenario teatral de Durango, el señor magistrado español del Tribunal de los Derechos Humanos de Estrasburgo ultima su desayuno. Se mira al espejo y se respeta y quiere a sí mismo. Ha quedado a comer con su colega de Islandia, que es una gran conocedora del terrorismo islandés, que no existe.

Pero el asco ha quedado plasmado para siempre en esa fotografía de la ignominia, de la crueldad, de la falta de arrepentimiento, de la ancianidad anclada en los rostros de quienes decidieron en su juventud libremente el camino del terrorismo. Las heces humanas abandonan el teatro de Durango, y López Guerra, en Estrasburgo, alcanza la calle y detiene un taxi. Es pronto. Pero el cuerpo le pide ya el aperitivo. «Al restaurante L'Auberge de L'ill». Buenísimo y carísimo, por cierto.