Alfonso Ussía

De lechos de zanahoria

Si el restaurante «Vía Veneto» de Barcelona cierra sus puertas algún día, la ciudad Condal perderá uno de sus grandes monumentos culturales. Sufrió Madrid esa pérdida cuando cerró «Jockey», víctima de una mala gestión y de un aburrimiento familiar. «Jockey» cambió de propietario, transformó su salón y en lugar de mantener la huella de la tradición se convirtió en una síntesis clamorosa de la cursilería. Por el primitivo de Clodoaldo Cortés, Félix y finalmente Carmelo – hoy en Zalacain–, comió o cenó todo el mundo relevante que pasó por Madrid. Igual que por «Horcher» y «Zalacain», dos templos de la gastronomía maltratados por una «Guía» francesa de dudosos procederes. Ahora lo que priva es la modernidad, el lecho de zanahorias, la tortilla desestructurada, y todo lo que significa esa majadería que se hace llamar «cocina de autor».

Está bien que en una gran ciudad existan toda suerte de restaurantes, pero en el ámbito de la gastronomía, «Jockey» – descanse en paz–, «Horcher» y «Zalacaín» representan el clasicismo puro, la buena medida, el mejor servicio y la calidad garantizada. En «Horcher» se come igual de bien que hace cincuenta años, y eso es mucho más complicado que ofrecer un plato «de autor» tan esnob como efímero. Y lo mismo escribo de «Zalacain» o del barcelonés «Via Veneto», que parece que lo clásico no puntúa por la empanada mental que padecen algunos de los más influyentes críticos de nuestra gastronomía. O quizá puntúan en menor medida porque pasan la factura y ya no comen de gorra los que dan o quitan soles y estrellas.

Los grandes restaurantes pueden tener altibajos, incluso fallos. En la «Tour D’Argent» de París, después de una celebradísima cena, todos los que compartimos su maestría y buen gusto terminamos con una gastroenteritis aguda de muy penosa y ordinaria explicación. Tenía «tres estrellas» en la Guía francesa y las mantuvo a pesar de nuestra carísima colitis. Hace cinco años, en compañía de Antonio Mingote, Alfonso Monfort y el recientemente fallecido Rafael Lozano, tuve el placer de comer en un nuevo restaurante avalado por los soles de la Guía española. La carta era un asco. Pedí al arrogante «maitre» una tortilla con jamón. Me dijo que era imposible. -Si hay en la carta platos de huevos y en el aperitivo nos han endilgado una ración de jamón, una tortilla de jamón es absolutamente posible-; -lo sentimos, señor, pero nuestro «Chef» no puede rebajarse a tanto. Su cocina es artística, de autor-. Y nos fuimos.

Sin mérito alguno por mi parte, ingresé junto a dos grandes amigos en «La Cofradía de la Buena Mesa», fundada por el conde de los Andes, cuando la tertulia, la reunión y los restaurantes sobrevolaban la cursilería imperante de hoy. Acudí a una cena y santas pascuas. Años más tarde me dieron la patada –que previamente me había propinado a mí mismo–, cuando se celebró en el Ritz un almuerzo ofrecido por un gran cocinero vasco que había guardado prudente silencio tras el asesinato de otro cocinero de San Sebastián a manos y balas de la ETA. Proponía en el menú «Pechuga de Ave de Invierno», y escribí que el «Ave de Invierno» no podía ser otra cosa que un pingüino. Ya estaba en vigor la Academia de Gastronomía, sueño cimero de los cofrades y enemiga a ultranza del clasicismo. Está bien defender a Tapies, si es lo moderno, pero sin herir la dignidad de Goya, Velázquez o Zurbarán. La cocina «de autor», en gran medida, es como los cuadros de Tapies, muy caros y meramente decorativos si el decorador cobra un porcentaje de su precio, establecido por la mafia del mundo del Arte.

Las grandes ciudades tienen sus templos gastronómicos. Permanecen porque son los mejores. Superan las moditas y los caprichos, los soles y las estrellas. No son baratos – tampoco los del lecho de zanahorias– y tienen la mala costumbre de cobrar a quienes se creen libres de tan molesto menester. Son cultura de nuestras grandes ciudades.