Cristina López Schlichting

De profundis

La Razón
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Al padre Bazi nadie le había advertido que evitase a los transeúntes. Sabía que debía apartarse de los tumultos, porque los yihadistas gustaban de agredir a los clérigos, y, por supuesto, rodear los barrios solitarios, pero cruzarse con la gente es cosa distinta en un barrio de Bagdad. Saludar e interesarse por las penas de éste y las alegrías de aquél es lo corriente. Por eso le cogió desprevenido el golpe seco y el movimiento de los dos hombres que lo alzaron y lo metieron en el maletero del coche. Una vez en marcha no había mucho que hacer, salvo preguntarse cuánto tardaría en morir y si sería rápido; lo único que le atormentaba era el pensamiento de sus padres y de los fieles, preocupados seguramente. Despertó con la cara cubierta de sangre. Alguien le había golpeado fuerte cuando la luz del capó abierto volvió a deslumbrarlo y así, sin sentido, le vendaron los ojos y lo trasladaron a lo que parecía un retrete abandonado y en todo caso era un suelo lleno de heces y porquería. Las primeras 48 horas sin agua fueron el peor de los tormentos. Defecaba en el sitio, orinaba en el lugar, atado con una cadena al piso. De vez en cuando volvían a patearle la cara. La nariz estaba rota, había perdido varios dientes. Tras la primera semana se había habituado a rezar el rosario con los eslabones de la cadena. Le proporcionaba serenidad. «Entendí por qué nuestros hermanos coptos no tenían miedo cuando fueron conducidos a la muerte, vestidos con monos naranjas, en aquella playa. Es Dios quien te da la fuerza para morir, y otra cosa no pueden quitarte». Los captores estaban confusos con él. Se reía cuando le amenazaban con descuartizar su cuerpo, o cortarle la cabeza y sustituirla por la de un perro: «Sois tontos, a un cadáver no le importa lo que hagan con él». El que le había roto la nariz le pidió perdón. También lo consultaban sobre sus vidas: «Mi mujer es muy pesada, father...». «Todas lo son, hijo, tienes que tener paciencia y amarla». Y luego, por la noche, volvían los golpes. Cuando ahora lo recuerda, en el despacho de su parroquia de Erbil, los ojos se le detienen en el vaso de agua, a su lado. Le sigue gustando tener el agua cerca... «Era tan sofocante el polvo, la tierra reseca en la nariz, en los pulmones... si no tengo un vaso cerca, no consigo dormir por las noches». ¿Los perdona, father Douglas? Me mira. Es un hombre guapo este cura de cuarenta, recuerda algo a Robert de Niro. Tiene la sonrisa fresca y pronta, el inglés irónico y chispeante y unos ojos, sin embargo, extrañamente reservados, como de chico tímido, o anciano cauto. Unos ojos como de haber vuelto del infierno. «Cien por cien –responde– los perdono cien por cien». Si quieren conocer a Douglas Bazi vean esta noche a las 21:00 el reportaje que 13TV ha realizado en Irak.