Alfonso Ussía

De septiembre

Miro a través de la ventana y descubro un paisaje siniestro de edificios abigarrados bajo un cielo tormentoso del color de la panza de los burros. Jamás he perdido un segundo en comprobar el color de la panza de los burros, pero tiene que ser negro, como el cielo que hoy vuela sobre Madrid. Se amontonan otras tristezas nuevas, que irremediablemente se cumplirán. Entramos en el período de la melancolía, los tiempos en los que todo camina hacia abajo, la luz se matiza y los árboles se entregan a su muerte medida, porque ellos vuelven mientras nosotros nos quedamos en la esperanza del Misterio. Salté de los prados vigorosos a las dehesas movidas y la sierra apretujada, y el salto ha terminado. El asfalto, una año más, me ha vencido. El tópico de siempre: «La estación más bonita de Madrid es el otoño». No me gusta que caigan hojas sobre mi cabeza, ni que los días se acorten, ni que la temperatura anuncie la llegada del invierno. No soporto las flores de la Navidad, que empiezan a ofrecerse en los puestos de la calle y los escaparates de las floristerías.

El otoño es un prodigio en el campo y una losa anímica en la ciudad. Antesala de la muerte. El amor se escapa, la luna se esconde y la quietud se acerca. Pero todo es cuestión de acostumbrarse. Ayer interrumpieron mi corta siesta los de Telefónica, Vodafone y Orange para ofrecerme ventajas y ofertarme novedosas rebajas. No tienen la culpa los que llaman, a los que mandé a freir gárgaras. Septiembre, el retorno a la gran ciudad, nos recuerda que no somos libres ni en nuestros hogares, que las grandes empresas y los bancos tienen el derecho a violentar nuestros domicilios, que la publicidad llama a la puerta y que estamos obligados a atender a quien no hemos llamado para ser atendidos. Septiembre no es un mes deprimente, sino un cabrón con pintas. Octubre, al menos, es más sincero, no juega a final de verano, y se lleva mejor su carácter.

Las palabras que se necesitan para vivir también desaparecen, como las hojas. Escribió una preciosa elegía a la muerte de su perro amigo Manuel Vicent, al que enterró mientras caían las moradas hojas de los prunos. Nada más triste que la hoja de los prunos. Más aún que la mirada de las vacas, que sintetizan la pesadumbre de quien nada espera de la vida. En un mes de septiembre estuve en Islandia y entendí a la perfección la dejadez de sus ovejas, en el tramo áspero y frío que lleva a Keflavik, donde está el aeropuerto, la base de la OTAN y los diques inclinados hacia el mar que sirven para descuartizar a las ballenas. Las ovejas de Islandia miran con parecida tristeza que las vacas, y es un dato que me gusta aportar por si le interesa a alguien que lo ignore.

La realidad es que la vuelta a Madrid se ha hecho este año más dura y afligida. Se está marchando un hermano muy querido y me faltan las palabras. El día no acompaña, e insisto en su oscuridad. El 11 de septiembre se celebran los santos Mauricio y Paciente, y me apresuro a felicitarlos, sobre todo a un Mauricio, alto y desgarbado. Me cuentan que en el nordeste de España hay una cadena humana. La gente es muy extraña. Con lo desagradables que son las cadenas. En fin, que me voy por las nubes, la tristeza se agiganta y me apercibo, sin vuelta de hoja, de hoja caída, de que estamos en septiembre.