Alfonso Ussía

Debate decisivo

La Razón
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No creo en los debates políticos a cuatro bandas. Son como los espectáculos que después del descanso exponen en el patio de butacas un alarmante crecimiento de sillones vacíos. En la televisión es más sencillo. No se precisa huir y subirse al primer taxi con la lucecita verde. En la televisión se pulsa un botón del mando y en una décima de segundo se recupera la libertad. Poco puedo opinar del debate de Sáenz de Santamaría, Sánchez, Rivera e Iglesias. En la primera pausa me fui. Me aburrieron los cuatro. Opté por la naturaleza. En Iberalia proponían algo de podencos y conejos, bastante aburrido. Y en Caza y Pesca el resumen de una jornada en un pantano capturando barbos. Nada de particular. Salté al «multicine», y la oferta en aquel momento era desoladora. Terminé dormitando una película danesa, muy de allí, lenta y de paisaje frío, eso sí, muy civilizada.

El primer tramo del debate, el único que seguí con distante desinterés, se me antojó plúmbeo. Un formato maligno. Ahí, los cuatro de pie, sin un atril para apoyarse ni un sillón para relajar sus palabras. En los debates, lo esencial es el contenido de los mensajes, no los movimientos de las piernas, que pocas veces alcanzan la dignidad. Un tobillo nervioso resulta demoledor. Más que un debate de candidatos fue un debate de zapatos. Tres pares de zapatos y un par de zapatillas, las de Iglesias, tintadas de negro, zapatillas de gala, de noche. En Iberalia salían los conejos de sus madrigueras y un grupo de cazadores les daban candela, y en Caza y Pesca se clavaba el anzuelo el decimoctavo barbo. En el debate decisivo, se quitaban la palabra uno a otro y movían mucho los pies.

Los candidatos saben que entran en las casas ajenas, y que esa visita es conveniente hacerla decentemente vestidos. Santamaría y Rivera se presentaron con elegancia de oscuro. Sánchez, con un «blazzier» y unos pantalones grises, también correcto, e Iglesias como siempre, perfectamente estudiado en su desaliño. Iglesias es como esos pijillos que prefieren pagar por unos vaqueros previamente rotos desde la fábrica el doble que por unos intactos. «Son más “fashion”», le asegura Tania.

Revisada la uniformidad y algo nervioso por los movimientos de pies de los cuatro contendientes, pulsé de nuevo. Los de los conejos celebraban el día y los buenos resultados con una comida campestre, y los pescadores de barbos retornaban en su «Zodiac» a la orilla del pantano, después de perder un día haciendo el canelo. La caza y la pesca tienen sus orígenes en la captura de mamíferos, aves y peces para ingerirlos posteriormente. Machacarse bajo un sol de plomo durante un día pescando barbos, que no sirven para nada, y devolverlos posteriormente a las aguas del pantano no me parece un ejercicio serio. Pero hay gente para todo, incluso para llenar durante un sorteo el salón de Loterías.

No volví al debate. Salté a la película danesa. Una mujer muy lánguida le comunicaba a su marido que se había enamorado de Olsen. Con un detalle muy molesto para el marido. Ella era la dueña de la cabaña, y él debía abandonarla para permitir que Olsen ocupara su lugar. El marido, muy comprensivo, aceptó su expulsión pero se llevaba al gato, que era suyo. Ella también amaba al gato, y aquello parecía no tener solución. –Te vas para que venga Olsen–; –De acuerdo, pero me llevo al gato–; –Al gato lo encontramos juntos y lo prohijamos los dos–. Al menos, en la película danesa se produjo el debate del gato, y algo es algo, pero también se prolongó en demasía.

Pensé en la cama y abandoné a los daneses, al gato y al Debate Decisivo. Decisivo para dormir, obviamente.