Joaquín Marco

Después de García Márquez

Han transcurrido ya unos días desde el fallecimiento en México de Gabriel García Márquez el día de Jueves Santo, en su propia casa a las 12.08 del mediodía, de un paro cardíaco. Al día siguiente un terremoto de cierta intensidad sacudió la ciudad. Alguien calificaría este hecho natural como mágico, parte de una tendencia que se ha calificado de «realismo mágico» y que tuvo precedentes en «lo real maravilloso» y designaciones parecidas que pretenden definir una parte de la literatura latinoamericana.

En realidad, lo fantástico que aparece en la obra de García Márquez parte de sus propias vivencias en el pueblo platanero, muy distinto del de hoy, Aracataca, donde transcurrió su infancia y que el narrador transformó en el mítico territorio de Macondo. Desde la muerte del escritor se ha tratado de configurar la mítica del autor al margen de los textos biográficos existentes y de su propia autobiografía. Cada quien ha aportado una inagotable fuente de anécdotas. Porque la figura del Nobel colombiano favoreció siempre la imagen de una personalidad muy próxima y, a la vez, exótica. Combinó el sentido del humor con la provocación y le convirtió en un autor deshinibido, pese a su innata timidez, como demostró al no vestir el tradicional frac a la hora de recibir el Premio Nobel en Estocolmo. Ha dejado una novela inédita, «En agosto nos vemos», que suponemos que pronto podremos leer, de la que el periódico barcelonés «La Vanguardia» ofreció como adelanto su primer capítulo. Según se dice, García Márquez no estaba muy satisfecho de sus resultados y no quiso darla a la luz. Se trata de una historia de amor entre una pareja ya madura y, por lo que sabemos, se aleja de cualquier magia, salvo la de su impagable lenguaje musical, heredero del Modernismo. No es poca magia.

Pocas veces un escritor de nuestro tiempo ha recibido tantos honores públicos. Colombia y especialmente México, ciudad en la que escribió «Cien años de soledad» y donde residía habitualmente se han volcado en homenajear al autor. La prensa española ha estado a la altura de las circunstancias y se han multiplicado las semblanzas, los recuerdos y las meras opiniones sobre el conjunto de su obra. Pero el «realismo mágico» con el que se designó su obra es el fruto de una experiencia personal que no puede tener continuidad. García Márquez fue ofreciendo algunas claves de su obra a lo largo del tiempo. En buena medida «Cien años» es una novela casi autobiográfica, donde priva la exageración y una tierna desmesura nostálgica que más tarde tendería al guiñol en «El otoño del patriarca». Sin embargo, más que una técnica, la aportación fundamental reside en el tratamiento del lenguaje que es el que nos introduce en sus historias. Muy pronto descubrió la íntima relación entre la literatura y el poder político. Le atrajeron las personalidades audaces, capaces de ordenar su mundo, como el novelista crea y ordena el suyo. Su amistad personal con Fidel Castro llegó, desde una actitud generacional ante la Revolución Cubana, a convertirse, con sus discrepancias, en una relación entrañable. Gracias a lo que llamamos «boom» se tomó conciencia de lo latinoamericano en su conjunto, alejándose de las identidades nacionales. Pero buena parte de su producción, como la de tantos otros destacados miembros del «boom», se escribió fuera de su país de origen. Parte de «El otoño del patriarca», en Barcelona. Pero no dudó en viajar para conocer directamente los paisajes y sus pobladores para escribir sus novelas y hasta sus artículos. También buceó en la historia. Pedía información suplementaria a cuantos podían proporcionársela. Siempre mantuvo el método de componer siguiendo sus experiencias periodísticas. Al pueblo mexicano le ha legado una fundación dedicada a la formación de jóvenes interesados en tan complejo oficio. Nunca lo desdeñó y escribió crónicas o libros en forma de crónica que poco tienen que ver con lo fantástico, salvo por un estilo que lo define. Posiblemente García Márquez haya sido el escritor actual que más provecho ha extraído de lo insólito de nuestra vida cotidiana. Y por ello se nos torna tan próximo. Se cuenta que era un tanto supersticioso, pero mostró en sus obras siempre un racionalismo que subyace en cualquiera de sus páginas. Su afición a las rosas amarillas fue respetada a la hora de las grandes conmemoraciones. Sus cenizas, expuestas ante los presidentes de México y Colombia, estuvieron flanqueadas, por las banderas y con rosas amarillas.

Desaparecido el autor que sustentaba el mito, quedan huérfanos los millones de «gabistas» (del nombre familiar con el que se le conocía, Gabo), aunque les queda el legado de su obra. Su experiencia en su novela más emblemática es un camino que se cierra en sí mismo. No puede ofrecer por lo tanto un panorama de discípulos directos, aunque su influencia se haya dejado sentir en todas las literaturas, también en la española. Se ha comparado con Miguel de Cervantes, pero habrá que dejar transcurrir mucho tiempo para observar cómo es aceptada por las nuevas generaciones. Sin lugar a dudas sus textos han recibido sangre nueva en la pasada Fiesta del Libro, nuevos lectores o relectores, atraídos por la inmensa popularidad que ha suscitado su desaparición. Sus cenizas pueden ser repartidas entre Colombia y México. También Aracataca, a quien el autor puso en el mapa, las reclama. Hacía ya tiempo que se conocía el mal estado de salud de Gabo, sus pérdidas de memoria y la complicada superación de un cáncer. Con seguridad, una legión de seguidores continuarán, además de los especialistas de todo el mundo que ya se han ocupado y seguirán ocupándose de su obra, atraídos por estos hitos literarios, cuyo interés suponemos que no decaerá con los años. Su presencia significará también la continuidad de la literatura.