Alfonso Ussía

Diccionario (2)

Se lo pregunté a Antonio Mingote, recién publicada la anterior edición del diccionario de la Lengua Española de la RAE. ¿Cómo es posible que no exista en ese libro tan gordo el pato malvasía, que para colmo es un ave característica de España y en peligro de extinción? – Si no aparece en «malvasía», lo encontrarás en «pato»–. –Ni en malvasía ni en pato– le respondí. Antonio lo comprobó y sugirió la nueva acepción. Me regaló un dibujo precioso. Un pato malvasía (oxyura leucocéphala) con su cabeza blanca y su pico azul nadando sobre un diccionario de la RAE, que me decía: «Gracias don Alfonso, por haber conseguido que en la RAE se enteren de que existo después de tres siglos de olvido y abandono». Ya está ahí, gracias a Antonio.

Otro debate tuvo como protagonista al changurro. Según el diccionario, el changurro es un «plato vasco popular hecho con centollo cocido y desmenuzado en su caparazón». Mi padre, gran aficionado a la filología vasca y descubridor del error, me encargó que le sugiriera a Antonio Mingote la adquisición de unas orejas de burro para el autor de semejante acepción, y que se las entregara en sesión solemne. Y es que el changurro no es un plato. Y menos aún popular, por su influencia en la factura a pagar. El changurro, del vascuence «txangurro», cocido o sin cocer, desmenuzado o íntegro, con caparazón o sin él, es el centollo, el gran artróprodo crustáceo del orden de los decápodos, y no un plato popular. Pero Antonio no tuvo ahí la misma suerte que con «malvasía» y se le enfadó un inmortal cuya identidad guardo porque ha fallecido y era el merecedor de las orejas de burro.

Soy un enamorado del folclore del norte argentino. No así los asesores de la Academia Argentina de Letras de la presente edición del diccionario. Admiten la chacarera, la cueca, el bailecito –más boliviano–, y la vidalita, que no la vidala, esa tonada melancólica y triste. Aceptar como buena la vidalita y obviar la vidala equivale a considerar voz válida a la penita y no a la pena, o al orinalito y no al orinal. Pero me duele que se hayan olvidado de la zamba, la canción y baile más representativo del folclore argentino, fundamentalmente enraizado en Salta, y también en Jujuy, La Rioja, Santiago del Estero y Tucumán. De golpe han borrado más de la mitad de Atahualpa Yupanqui, Los Chalchaleros, Eduardo Falú, Horacio Guaraní, Mercedes Sosa, Los Fronterizos y Jorge Cafrune entre otros muchos autores, poetas y cantores de las bellísimas zambas, la letra y danza del carnaval, con sus pañuelos multicolores removiendo los aires de la llamada «Andalucía argentina». Y también han roto relaciones con el chamamé, la canción popular del Chaco, Misiones y Entrerríos, poesía verde de selva y sepia de maderas arrancadas a los bosques húmedos en los primeros pasos del Uruguay y el Paraná. Unos asesores muy poco encariñados con la maravilla de su folclore popular.

Se defiende la inclusión de las voces que se han adueñado de las calles, y surge en esta edición del Tricentenario de la Real Academia Española – sí, lo siento Mas y Junqueras, Felipe V–, la palabra «papichulo», que es un término pijo y nada extendido. De admitir «papichulo» tendrían que haber aprobado la inclusión de «pagafantas», que sí es expresión de la calle, es decir, el tonto o primo que convida a las mujeres para que éstas, con posterioridad a la invitación, se vayan con otros.

Bien por la malvasía, y mal por el changurro y la indolencia de los señores asesores de la Academia Argentina de Letras. Y llevo sólo cinco días con el diccionario. Merezco una ovación.