Alfonso Ussía

Don Salvador

Dalí fue un genio. Para mí, mucho mejor dibujante que pintor. Pero esta opinión no puede ser valorada con seriedad, porque no soy un experto. Me dejo guiar por mis gustos, no los de las galerías de arte, que son las que mandan y las que se enriquecen con los pintores. En el esnobismo cultural, la mentira está muy bien considerada siempre que sea beneficiosa. Con Dalí, hoy abierto al público de Madrid con su gran exposición en el Reina Sofía, no han sido excesivamente generosos los críticos. Don Salvador evolucionó desde su apasionado amor por Federico García Lorca a la comodidad en el franquismo y su visión monárquica de la vida. Era un catalán muy poco identificado con la aldea. Convirtió su personalidad arrolladora en un negocio universal. Un negocio para él, como es de suponer. Dalí no se contentaba con asombrar con su arte. Lo que más le gustaba era escandalizar, ridiculizar a sus críticos y hacer lo que le daba la gana. Recuerdo una entrevista en TVE. Apareció con unas gafas muy aparatosas. Lo explicó con su vehemencia acostumbrada. Se trataba de unas gafas multifocales, con cristales cóncavos y convexos perfectamente ensamblados. «La gran ventaja de estas gafas es que son carísimas. Son las gafas más caras del mundo, y sólo las tengo yo». El entrevistador, llevado por la curiosidad, le preguntó: «¿ Y qué tal se ve a través de ellas?». Don Salvador respondió a bote pronto. «Fatal. No se ve absolutamente nada. Son las gafas de un genio».

Dalí protagonizaba payasadas, todas ellas espectaculares. Le obsesionaban los cuernos de los rinocerontes. Se le derretían los relojes. Para mí, que su amadísima Gala era un recurso pactado para humanizar su figura, tan despegada de la tierra. No se llevaba bien con Picasso. En Nueva York habló durante una hora a un público entregado criticando a Cézanne. Lo calificó como el pintor más torpe de la historia. Al terminar su diatriba, fue ovacionado. «Me han aplaudido por lo bien que hablo, no por poner a Cézanne en su sitio. En Nueva York no saben quién es Cézanne». Se hizo darwiniano por el mero placer de menospreciar a Picasso, que era tan buen dibujante como él y mucho mejor pintor que él. «Está científicamente demostrado que el hombre desciende del mono. Y al que lo dude le recomiendo que vea una fotografía de Picasso desnudo». Creo que al final de su vida, el entorno de Dalí estaba más pendiente del dinero que de su obra. Era monárquico por estética y soñaba reyes con mantos de armiño. Decía que un genio tenía que comportarse como tal en todas las situaciones. Los que le conocieron íntimamente aseguran que en la intimidad era una persona absolutamente normal, educada y nada extravagante. Pero su capacidad ilimitada para dorar su «ego» le llevaba a culminar las más exóticas peripecias. Dalí fue un lujo del arte, un pasmo de personaje. Creo que la esfera de la tierra se le quedó corta. Sus bigotes eran la consecuencia de un muy trabajado detenimiento, como su maestría en el manejo del bastón o el diseño de sus horrorosas levitas. El gran Dalí, dibujante excelso y muy buen pintor, se pasó la vida riéndose del mundo y del propio Dalí, al que otorgaba una condición ajena. Jamás habló de él con un «yo», sino con Dalí. «¿Cuándo volverá a Nueva York?»; «Dalí volverá a Nueva York cuando le apetezca».

Su distancia con los artistas encumbrados por su ideología le valió el desprecio de la crítica politizada que en el Arte impera. Pero el tiempo pone las cosas en su sitio, y ahí está en Madrid, recuperado, aclamado, y por desgracia, en silencio.