Lluís Fernández
Drogotas y pasotas
La época dorada de las drogas fue durante el jipismo, en los felices años 60. La juventud contracultura descubrió el LSD y la marihuana y se puso ciego de drogas alucinógenas, lo que dio lugar a la cultura psicodélica, la meditación trascendental y el enrolle místico. Todo parecía de lo más jovial e intrascendente. Porros, secantes de LSD y comunas anunciaban el pasotismo juvenil. Ese que personificó como ningún otro el escritor Hunter S. Thompson en su famoso reportaje «Miedo y asco en Las Vegas», summa del periodismo Gonzo.
Mientras el fenómeno contracultural se fraguaba en San Francisco, el autobús lisérgico de Ken Kesey –autor de «Alguien voló sobre el nido del cuco»– recorrió Estados Unidos para visitar al gurú del LSD, Timothy Leary, en su mansión de Illbroock, relatado por Tom Wolfe en «Gaseosa de ácido eléctrico».
Fue Peter Fonda el primer intérprete de un «viaje» de LSD en ««The Trip» (1967), pero «Easy Rider» (1969), de Dennis Hoper y Peter Fonda, puso de moda la coca en el mundo elegante de Hollywood.
El rollo lisérgico fue un invento del doctor Albert Hofmann, que encontró adeptos entre la generación beat de Allen Ginsberg. Timothy Leary y Aldous Huxley lo propalaron y John Lennon le hizo una oda, «Lucy in the Sky with Diamonds», un enrolle similar al de Stanley Kubrick en esa teodicea al fondo de la mente que es «2001, una odisea del espacio» (1968), el primer filme para verlo ciego de LSD. A su lado, las viejas películas como «Días sin huella» (1945) y «Días de vino y rosas» (1962), sobre alcohólicos irrecuperables, quedaban tan anticuadas como los de heroinómanos, como «El hombre del brazo de oro» (1955).
Los años 70 mezclaron todas las drogas al buen tuntún. Pero fue el costo la preferida para la quinta del porro, muy bien ilustrada en «Cómo flotas, tío» (1980), la serie de los porretas Cheech & Chong, paralelas, y para lelos a los tebeos de los pasotas «Freaks Brothers» de Gilbert Shelton, «Fritz, el gato de Crumb», y el «Buitre Buitraker» y «Makoki» de Gallardo y Mediavilla.
En «Entre tinieblas» y «Átame», de Almodóvar, no faltaban las drogas duras, asesorado por esa enciclopedia viviente que es Fanny McNamara, autor de la canción «La coca, la coca, me vuelve medio loca», justo cuando la cocaína era, durante la década púrpura, la adición más chic: artistas, políticos y periodistas la consumían en los váteres más cures de las discotecas. Moda iniciada en Studio 54 y reflejada en «Wall Street» (1987) y en «Casino» (1995), en la que Sharon Stone se empolvaba la nariz menos veces que los protagonistas de «El lobo de Wall Street» (2013).
La jeringa, tras el sida, se había convertido en una droga cutre, perdiendo el aura intelectual que William S. Burroughs le daba en «El almuerzo desnudo», guía para artistas politoxicómanos. La llevó al cine David Cronenberg en 1991.
En la Factoría de Warhol, lo normal eran las anfetas, pero la heroína tenía atrapados a Lou Reed y parte de la Velvet Underground, y a la modelo y musa de Warhol Edie Sedgwick. Joe Dallesandro hizo de su actuación desidiosa, enganchado al pico, el fundamento del cine underground: «Flesh», «Trash» y «Heat» así lo atestiguan.
La generación beat se inició en la heroína imitando al mundo del jazz de Billie Holiday, John Coltrane y Ray Charles. Su misticismo quedó hecho trizas con montones de películas y novelas que se ocuparon de sus tragedias. «Trainspotting», de Irvine Welsh, fue llevada al cine cuando el fenómeno del jaco era historia chunga y había llevado a la tumba a numerosos artistas, la serie «The Wire» lo remató, «True Detective» hizo de los «cocineros» asesinos, mientras que «Breaking Bad» le dio al «cristal» nueva vida.
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