Ángela Vallvey

Educación

Uno de los últimos debates ha sido el asunto de la nota mínima para obtener una beca. Aunque estoy de acuerdo en que un estudiante de origen humilde que saque un 5 de media debería tener la misma oportunidad que un «borjamari» con un «aprobado raspado» –o corremos el riesgo de que sólo se licencien los pijos–, me parece que ése no es el gran tema que tendría que preocuparnos. La «Educación» en general es la que no da la nota. Nuestro problema. Las naciones modernas se desarrollan con educación. La auténtica revolución –en el sentido positivo y no violento de la palabra– que ha experimentado Occidente en la época contemporánea ha sido la de las mujeres: cuando la educación de las mujeres dejó de ser el «arte de perder el tiempo», como decía Concepción Arenal en 1860, para convertirse en genuina instrucción, el mundo cambió, se enriqueció sin ninguna duda. No todo lo que tiene que ver con la educación se reduce a la enseñanza, a la escuela. Existe esa otra educación que no se puede ofrecer (no toda, al menos) en el colegio, y que está relacionada con lo que Marañón llamaba «la superación ética de los instintos» y que para Benavente suponía no decirle nunca a nadie lo que no pueda decirse siempre entre gente «bien educada». España es deficitaria tanto en una educación como en otra. En la que se obtiene con notas y baremos, y en la que se consigue a través de la lactancia social de esas maneras impecables que constituyen el sustrato de la civilización. Es el toque sutil de buena leche que marca la diferencia entre la abeja y la avispa. Porque, como decía mi abuela, la educación es lo primero que se pierde cuando no se tiene. Anda que no.