Paloma Pedrero

El abandono

El otro día en una tertulia de mujeres del teatro, una de ellas confesaba su tremendo miedo al abandono. Ese temor, nos decía, me ha convertido en una chica celosa y abrumada. Otra compañera, bastante callada y, por ende, buena escuchadora, comentó de pronto: «No te entiendo. El abandono lo puede sufrir un niño, un perro, un enfermo... Nunca una persona adulta independiente». Nos quedamos un momento en silencio todas. Qué gran verdad, queridos, nadie nos puede abandonar si somos libres, si vamos asumiendo nuestra responsabilidad en lo que nos sucede en la vida. Si así fuera nos evitaríamos mucho sufrimiento y mucho lamento. Sé que tenemos alojada en el tuétano la cultura de la queja. No hay que hablar más de cinco minutos con un desconocido para que te cuente lo mal que está todo, lo mal que lo hacen los otros. Si hablas un ratito más, con cierta profundidad, te contará sus penas personales, que no son otras que las de todos, pero que a cada uno de nosotros nos parecen únicas. Echar la culpa fuera es motivo fundamental para la desdicha. Porque nos hace impotentes ante los acontecimientos. Nos ata de pies y manos, nos convierte en víctimas de lo que propiciamos. Por eso yo no creo en el destino. Al contrario, los dioses se despistan muy a menudo y ahí está uno para hacer y deshacer a su antojo. El libre albedrío. Cuando uno es propenso a que le abandonen en la edad madura es porque lo provoca. Quizá inconscientemente, desde luego, pero lo provoca. Si es porque le gusta lo ideal es disfrutarlo. Ser un masoquista consciente no es malo. Si no nos gusta, realmente, transformémoslo. La vida será mejor para todos.