Ángela Vallvey

El amiguismo español

Maravillosa amistad. Algunos decían que Sócrates tenía una casa muy maja. Y otros le criticaban que fuera demasiado pequeña, aunque eso fuese porque casi siempre estaba llena de amigos. ¡Ah, tener un amigo verdadero, que nos quiera por lo que somos, no por lo que parecemos o lo que tenemos...! Un amigo que no vea en nosotros una escalera sobre la que trepar social, laboral, económicamente... Un amigo que no viva encaramado en nuestra chepa, oteando el horizonte en busca de oportunidades. La amistad se cultiva como las orquídeas, con cuidado. Los amigos sufren nuestros dolores tanto como se alegran de nuestros triunfos y felicidad. El amigo no es amigote ni practica el amiguismo. Pero en «estepaís» a veces da la impresión de que abunda más el amiguismo que la auténtica amistad. Por lo menos en la vida pública, de la que siempre censuramos el nepotismo, descuidando el amiguismo. El nepotismo tiene la ventaja de que «canta» enseguida. A poco que se investigue, no es difícil averiguar que la señora, el cuñado y el hermano de Fulánez han acabado, por casualidad, siendo nombrados altos cargos de su ministerio. Sin embargo, el amiguismo pasa la prueba del algodón del enchufe familiar, del nepotista nombramiento digital, del chanchullete colateral, del pelotazo «recalificador de sueldos» para los parientes... Los amiguitos no tiene en común ni apellidos ni filiación. Enganchar a los amigos en el surtidor de un salario Nescafé institucional, a través de la práctica descarada del capitalismo de amiguetes –que tanto predicamento tiene en «estepaís»–, no deja huellas. En teoría. Olé por España, donde la amistad es un buen negocio. (Otro más).

Lo decía Alberto Casañal, en uno de sus metafísicamente esclarecedores cantares baturros: «Este año tengo el granero, lleno hasta arriba de trigo. Cuando la gente ‘s’entere’ ¡no me faltarán amigos!»