Julián Redondo
El chute
Djokovic no dio opción a Nadal en la final de Doha, y se mostró tan superior como cuando Rafa arrasaba en cualquier tipo de superficie. La diferencia entre las victorias de uno ahora y de otro antes es que al ejecutarlas «Nole» lo hace sin aparente esfuerzo, ni siquiera suda, y produce un «efecto demolición» que en el caso de Nadal sólo se apreciaba por la superioridad mental que exhibía. El serbio es la quintaesencia de la robótica, granítico, impermeable, indestructible, una máquina de destrucción masiva sin un punto débil detectable; el español sufría y sudaba cada victoria. Incluso cuando sus triunfos parecían de otro planeta no dejaba de ser humano.
Hoy es más humano todavía. Recupera sensaciones, golpes, tenis, ánimo y sitio; pero aún está lejos del número uno, tan superior que resulta difícil atisbar el momento de desbancarle. La contundencia de Djokovic es como esa superioridad que el Barcelona y el Madrid exhiben cuando lo único que les ocupa es el partido. El Granada no fue rival en el Camp Nou, donde, una vez consumada la goleada habitual, Alves compareció y rectificó, o matizó su grosera expresión sobre la Prensa. Es una lástima que después de tantos años de compartir vestuario no se le haya pegado nada de Iniesta. Y en el Bernabéu, Real Madrid-Deportivo, el partido de la resurrección. Los gallegos, sin renunciar a su estilo atractivo, aspiraban a reeditar el Centenariazo. Pero lo que no puede ser no puede ser y además es imposible. Con un chute de optimismo, mezclado con esperanza y la ilusión del cambio, los jugadores mohínos de Benítez se agarraron al «efecto Zidane» como al clavo ardiendo y respondieron. Hicieron lo que de ellos se esperaba: correr, defender y golear. El remedio funciona. Aparentemente.
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