Alfonso Ussía

El hermano que no tuve

La Razón
La RazónLa Razón

En octubre de 1956, Hungría se sublevó contra el comunismo soviético. Heroísmo, barricadas, palos y piedras nada pudieron hacer contra los carros de combate rusos. Budapest se convirtió en una ciudad humeante y vencida, repartida entre el fuego y la sangre. Los húngaros, los magiares, eligieron la muerte, la detención, la tortura y los campos de concentración por la libertad de Hungría. Muchos de los húngaros que vivían fuera de sus fronteras no volvieron. Puskas llegó al Real Madrid, y Czibor y Kocsis al Barcelona. La Europa libre asumió su obligación de acoger a sus hermanos de Hungría, la nación desangrada. Y de buscar para los huérfanos un hogar nuevo, alejado de la tristeza de la opresión. Hungría se convirtió en una nube, en un campo de experimentos del terror comunista. Los grandes culpables de aquel pacto brutal que dividió con una línea a Europa, la línea que separaba la libertad de la esclavitud, los Estados Unidos de América, el Reino Unido y Francia, abrieron sus avergonzados brazos a la llegada de los húngaros. Y España, Portugal, Italia y la Alemania libre.

En mi casa éramos diez hermanos. Y nuestros padres decidieron que donde vivían diez hijos podían hacerlo once. Solicitaron la adopción de un huérfano del heroísmo húngaro, y todos nos hicimos a la maravillosa idea. En Madrid, el artista húngaro Gyenes retrataba a su tierra elegida que aún se tambaleaba de cercanos enfrentamientos. Se trajo el «Stradivarius» de su padre, un eminente violinista, y como también los húngaros tenían derecho a la fortuna, durante un paseo dominguero por el Rastro, se enamoró de un dibujo que compró, con mucho esfuerzo, por 125 pesetas. Era un original de Miguel Ángel. No existía la televisión, y por la tarde, vueltos del colegio del Pilar de la calle de Castelló, nos reuníamos todos en el salón para oír música clásica. En aquellos días, las Danzas Húngaras de Brahms nos emocionaban especialmente. Pero el undécimo hermano no terminaba de llegar.

En las páginas de huecograbado de «ABC» se publicaban fotografías de la tragedia húngara. Gestos de dignidad, cadáveres en las aceras, hogueras y dolor entre los soldados soviéticos. Una tarde, nuestros padres nos comunicaron que el undécimo hermano jamás llegaría. Las autoridades españolas dieron prioridad a los solicitantes de las adopciones de niños húngaros a los matrimonios sin hijos. A vista y experiencia pasada, creo que aquello supuso un error. Un niño recién llegado de la pena, con sus padres –las mujeres húngaras lucharon por la libertad tanto como los hombres o más–, dibujados en su memoria caídos sobre su sangre, encontrarían más alegría y apoyo en una familia numerosa. Pero la burocracia, los papeles y los despachos estimaron que aquellos niños que trajeron a España suplieran el vacío de los matrimonios sin hijos. Y quizá la medida fue la acertada, aunque mi ilusión por tener un hermano húngaro se desvaneció sin remedio.

Se cumple el sexagésimo aniversario de la Revolución Húngara y de sus héroes. Los húngaros de hoy, libres y esperanzados, no toleran el olvido de los que dieron su vida por la libertad que ahora disfrutan. El Danubio, a su paso por Budapest, no recuerda que un día fue cementerio elegido por los soviéticos para deshacerse de los heroicos sublevados contra el comunismo. Algunos de aquellos cuerpos ametrallados y enfangados en el lecho del gran río, eran de padres de los niños que crecieron españoles. Por Viena, el Danubio azul; por Budapest, dividiendo las dos ciudades –Buda y Pest–, de la Capital de Hungría, el Danubio negro.

Ya se mueve azul y orgullosa la mejor vena húngara.

En Madrid, un monumento recordará a los héroes de la libertad. Y ante el monumento, cuando lo visite, recordaré o me inventaré el rostro, la voz y la compañía de aquel undécimo hermano que nunca tuve.