Martín Prieto
El hombre enfermo de Europa
El escocés conde de Elgin llevó a Londres más de la mitad de los frisos del Partenón, incluyendo estatuas y bajorrelieves de la Acrópolis, adquiridos a un mercachifle turco cuando Grecia era un balcán otomano. Melina Mercuri, actriz y ministra de Cultura, litigó infructosamente contra el Museo Británico en una de las pocas reivindicaciones en las que la cuna de la civilización Occidental lleva toda la razón. La querella presente entre Atenas y la UE se saldará con una prórroga maquillada para que Tsipras pueda presentarse en su Parlamento sin que le crucifiquen, dado que en su macedonia de 17 partidos más la ultraderecha cuenta con diputados aún más radicales que el rico play-boy Varoufakis. Grecia no debió en su día incorporarse a la UE. Quizá con la ayuda de Goldman Sachs falsearon sus cuentas, pero Bruselas debió advertirlo cuando sus hombres de negro no podían obtener el número de funcionarios, la fiscalidad era de juguete y se daban jubilados de 150 años gracias al yogourt. La política europea cayó entonces, como ahora, en síndromes históricos y culturales que no pueden contemplar Europa sin el útero griego. En su día Winston Churchill definió Turquía como «el hombre enfermo de Europa», situación clínica empeorada hoy por el presidente Erdogan. Grecia es el nuevo enfermo europeo al menos desde el fin de la IIGM y su guerra civil entre unos comunistas abandonados por Stalin y los partidarios de la democracia. Grecia no es Somalia, pero es otro Estado fracasado y su encaje sin chirridos en la UE se puede demorar 30 años, y eso sin pagar el principal de su deuda. Cualquier turista que haya viajado por Grecia habrá encontrado peleas de taxistas en el aeropuerto, hoteles de cinco estrellas donde no hablan inglés, buques en cuyo interior llueve, y una graciosa picaresca extensiva: la sensación acientífica pero real de que aquello no funcionaba. Los griegos precisan dinero, pero, sobre todo, curarse levantando un Estado solvente.
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