El desafío independentista
El independentismo irrecuperable
Cada día, Pau sale de su casa de El Castell, un barrio de Ulldecona en Tarragona y cruza el puente sobre el río Cenia. Allí se toma un café con su amigo Paco, que es vecino de San Rafael del Río, localidad de la provincia de Castellón. En realidad, El Castell y San Rafael son un único núcleo urbano, conformado a las dos orillas del Cenia. Pero una línea administrativa imaginaria establece que el lado norte del río es Cataluña, y el lado sur es la Comunidad Valenciana.
El pasado 1 de octubre, Pau fue convocado a un referéndum ilegal. Paco, no. Si ahora tuvieran éxito los bienintencionados llamamientos para que el Estado pacte un referéndum legal, Pau tendría la posibilidad de votar si el puente que separa su casa de la de Paco se convierte en una frontera internacional. Pero Paco no podría participar en esa votación. Tendría que asumir las consecuencias de lo dispuesto por Pau, porque a Paco no se le concedería el derecho a decidir si España acaba al lado de su casa.
Hay unos dos millones de catalanes independentistas que quieren arrebatar a Paco sus derechos. A esos dos millones –llevan años contándose y siempre salen los mismos, incluso cuando hacen consultas ilegales– se suman varios millones de españoles más. No son independentistas ni catalanes, pero no se sienten concernidos por los derechos de Paco, y se muestran dispuestos a prescindir de sus propios derechos constitucionales a participar de la decisión sobre qué es España, para entregárselos graciosamente a Puigdemont y los suyos. Conforman una «quinta columna» de españoles, menos preocupados de que se trocee su propio país, que de ver cómo caen fulminados el Gobierno y eso que llaman «el régimen del 78». Son aquellos que, aún hoy, identifican la idea de España con el franquismo. Y piden negociación.
Y ahora la piden también algunas voces del independentismo, cuando han comprobado que el referéndum no les ha servido para tener más apoyo internacional que el de Julian Assange, Yoko Ono, Nicolás Maduro o Nigel Farage. Y cuando han asistido a la precipitada huida de empresas y bancos, que han puesto en marcha su propia declaración unilateral de independencia. «Que no nos traten de tontainas; los bancos se van a pelear para estar en Cataluña», dijo el astuto Artur Mas, antes de que la CUP le forzara a abandonar el timón del «procés».
El independentismo más radical sólo quiere destruir España como parte de su proyecto de destrucción general. Para ellos, la fuga de bancos y empresas es sólo el primer escalón de su éxito. El otro sector independentista que aún lee de soslayo el «Financial Times» ha entrado en pánico, y lleva desde el 2 de octubre implorando que el Estado se avenga a dialogar. Necesitan una mano que les saque de las arenas movedizas que ya tienen a la altura del cuello, y subiendo. Porque diseñar una rebelión como la que ha llevado al referéndum, siendo difícil, es más sencillo que después aplicar aquello a lo que se comprometieron con sus seguidores más fundamentalistas. Les prometieron el sol pero, de repente, se les ha venido encima la noche.
Mañana, 10 de octubre, cuando termine la sesión del parlamento catalán, Puigdemont puede salir de allí como el héroe del independentismo, y ser recibido como el rey Carles por miles de personas que rodearán el edificio. Pero será considerado un traidor si no se atreve a proclamar la república catalana. Si asistimos a la declaración de independencia cometerá un delito. Uno más. Quizá deje abierta alguna opción para negociar cómo se ejecuta tal acción delictiva, y así poner el foco en la actitud posterior del Gobierno de la Nación, para acusarlo de intransigente. Pero ¿qué se puede negociar?
No se negocia con una enfermedad. Se la combate. Al independentismo fanático hay que tratarlo desde ese mismo parámetro lógico: combatirlo en el campo de batalla de la política, y con todo el Estado de Derecho si delinque. Pero sin cometer más errores.
Alguien en las tripas del Estado debería estar analizando cómo no se fue capaz de averiguar dónde escondían las urnas antes del 1 de octubre. Sin urnas en los puntos de votación, no hay votación. Sin votación no es necesario situar a nuestros policías y guardias civiles ante una tarea en la que el Estado sólo puede perder. Si es imposible retirar las urnas de todos los colegios electorales, ¿de qué sirve retirar sólo unas pocas, y mediante el uso de la fuerza? Esa intervención policial se ajustó a derecho porque se realizó por orden judicial, pero fue poco beneficiosa en términos de imagen internacional.
Sin embargo, la actitud del independentismo más radicalizado se ha demostrado irrecuperable, y con alguien irrecuperable es inútil negociar porque se pondría en cuestión el artículo más importante de la Constitución. No es el 155. Es el 14, que considera a todos los españoles iguales en derechos, así Pau como Paco. Nada que se pacte con el independentismo perdurará a largo plazo. Siempre ha sido así. Todo lo que consigan servirá para alimentar su pasión por separar, y no nuestro deseo de unir. Igual que no es ético agrandar las deudas para que luego se hagan cargo de ellas nuestros hijos, sería inmoral que los españoles de 2017 dejásemos a las futuras generaciones un legado político en Cataluña peor del que ya tenemos.
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