José Clemente
El «oasis andaluz»
Hace poco más de nueve años la Asamblea General de la ONU aprobaba la creación de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, que entró en vigor en diciembre de 2005, año en el que se pidió al secretario general que designara la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD), un organismo capaz de vigilar, denunciar y perseguir esa lacra social que destruye la esencia misma de los países democráticos y tiraniza aún más, si cabe, a los regímenes autoritarios y las dictaduras. Fue precisamente el pleno de esa Asamblea General de la ONU el que fijó el 9 de diciembre como el Día Internacional contra la Corrupción, un mal endémico cada vez más extendido por todo el mundo y al que no escapa ningún país independientemente de su sistema o régimen político. Un quebrado y un quebranto que atraviesa de forma transversal a todas las naciones del mundo, sus sistemas políticos, económicos y sociales, con el denominador común de que a menor libertad y transparencia mayor es la corrupción imperante, pero que, con el tiempo, ha llegado a ser también el numerador, en el que se indican las particularidades de cada una de esas naciones, territorios autónomos o ayuntamientos, cuando no las empresas, los sistemas financieros, los organismos públicos y privados, las pequeñas colectividades, asociaciones, sindicatos o personas, socialmente entendidas, estas últimas, como tales individualidades.
La corrupción no escapa a nada ni a nadie. Cualquiera de todos nosotros sabemos que antes o después, en una primera y última ocasión o sistemáticamente entendido, hemos caído en la factura sin el IVA correspondiente, en el pago del almuerzo familiar sin exigir factura a cambio, en el abono del aperitivo sin el ticket que lo justifique. Nadie pide una factura por un café con leche, las monedas o sueldos que se comen las tragaperras, la cerveza rápida mientras se espera. Y de ahí a la economía sumergida un paso. Por cierto, una economía, la sumergida, que supone el 23 por ciento de todo nuestro PIB, diez puntos por encima de la media europea, unos 70.000 millones anuales que es el equivalente al presupuesto de todo nuestro sistema sanitario en un año. Y quien dice la economía sumergida dice también el IVA, otros 18.000 millones anuales que deja de ingresar el Estado. Con sólo esas dos partidas, por ejemplo, no habría hecho falta pedir dinero a Europa para sanear nuestro renqueante sistema financiero.
Hoy celebramos ese Día Internacional contra la Corrupción justo cuando acaba de estallar el asunto de las comisiones del tres por ciento en el Ayuntamiento de Sabadell, un consistorio premiado por Transparency International, ONG adscrita a la ONU, que puso la lupa contra la corrupción en otro lado y no donde debía. España tiene el dudoso privilegio de ocupar el trigésimo lugar entre los países con mayor corrupción, por detrás de Bostwana, y en gran parte se debe, según todos los indicadores, a las corruptas administraciones en las que gobiernan tanto el PSOE como CIU, en el caso de Cataluña, y el PSOE e IU en el caso andaluz, pero siempre con los socialistas de por medio. Conocemos lo que significa el «oasis catalán» (casos Treball, Pallerols, tres per cent, luditec, Banca Catalana, ITV, dinero en cuentas suizas, operación Mercurio, el caso Pretoria, los amigos de Borrell, Movilma y los inspectores de Hacienda), pero por la misma regla de tres deberíamos conocer del «oasis andaluz» (casos Malaya, ERES fraudulentos, Invercaria, Mercasevilla, Casares, caso Ronda, operación Astapa, Aguadulce, Alcaucín y Ayamonte, entre muchos otros hasta llegar al medio centenar), dos sistemas, en las comunidades autónomas citadas, que tolera, consiente e implica a los jueces en esa ciénaga de la corrupción política. Los casos denunciados y descubiertos en esos dos territorios superan ya el centenar, un cáncer para la salud y la limpieza democráticas que sólo se elimina extirpándolo.
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