Pedro Narváez

El toro mártir

La Razón
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Arrastramos las consecuencias de que Walt Disney hiciera hablar a los animales convirtiéndolos en humanos. Tanto que hay quien pregunta cómo soy capaz de comer un Bamby, un ser sensible capaz de filosofar sobre los sentimientos y de reír como el más aguerrido de los iconoclastas. En este fin de ciclo decadente nos sentimos culpables como especie del martirio de los atunes y del destino de los pollos, si bien en los mismos camiones mueren personas que no tuvieron otra alternativa que engordar los huevos de los traficantes de esclavos, que también echan otra paletada de culpa sobre la tumba de esta civilización gaseosa necesitada de dolor para redimirse. Sin embargo, los cadáveres de los perros siguen apareciendo cada día en las cunetas o meciéndose en los árboles al aire de los muertos. Y que se sepa nadie duerme en la cárcel por maltratar a un can, aunque hay una ley que en teoría castiga a los salvajes. La hipocresía. Devoro la carne, del corzo a la ternera retinta, y no son el objeto de las pesadillas, ni que fuera un caníbal, y comparto mis días con una perra de la que me siento responsable hasta el tuétano. O sea. Para colmo de males defiendo los toros, la encerrona cabal de los héroes en el laberinto, la cúspide de una cultura en vías de extinción porque se come a sí misma. Explicado el asunto para que no tachen al escribidor de animalista, o algo peor, esos exaltados que secuestrarían personas por gallinas, y aunque se politice y se enfangue el debate, desenfocando la cornada, me provoca náuseas el espectáculo gore del Toro de la Vega por más que lo arrope la manta de los siglos y amén. Comparar esta fiesta con la de las plazas en las que Morante desmelena el capote es tener mala casta. Que me disculpen los paisanos, pero lo suyo es lo más parecido a la hipérbole de los africanos preparando la cazuela para un explorador. Esa burla de lo salvaje que aquí es una cosa muy seria por desgracia. Ahora vienen las promesas envueltas en sangre para que lleguen a nuestros inanes corazones. Pedro Sánchez avanza una ley de maltrato animal ¡que ya existe! Igual los socialistas hacían novillos cuando se votó en el Congreso. O el líder llamaba a «Sálvame» para explicar al roserío que prohibiría el escarnio. Una vez tomada la alcaldía de Tordesillas, Sánchez quedó preso de las plegarias atendidas y su regidor, enfrentado al motín de Esquilache. Los socialistas lo fían todo a la próxima Legislatura porque lo que era tan urgente y escandaloso hoy puede hacer cola en el matadero. Apoyan prohibir los toros en las comunidades que gobiernan los radicales, se ponen de perfil ante el tauricidio de Carmena, pero cuando se tiene el bastón de mando empuñan la lanza como un solo hombre. Por más que el toro diga, a lo Walt Disney, «por favor, sálvame». La política, de nuevo, retratada en la cadena de la evolución.