Ramón Tamames
El valor de la tierra
No nos referimos a la Tierra como planeta, sino al suelo rústico. El mismo del que los agricultores extraen, año a año, sus cosechas, con trabajos que siguen siendo arduos, a pesar de la cada vez más difundida utilización de la maquinaria agrícola, la agroquímica, la biotecnología, etc.
Muchas veces se ha dicho aquello de que «la mayoría de los agricultores viven como pobres y mueren ricos». Lo último, por el alto precio de sus haciendas, y fundamentalmente de sus fincas de labor. Pero eso era en tiempos en que la tierra constituía un «valor refugio» frente a la inflación, y cuando muchos españoles, no agricultores, se hicieron propietarios de cotos de caza, viñedos, olivares, e incluso tierras calmas de labor.
Frente a los altos precios del suelo rústico, la rentabilidad casi siempre fue escasa; o incluso negativa en muchos casos, a consecuencia de las inversiones realizadas para «poner un lazo a las fincas» pensando en su ulterior reventa con importantes plusvalías. Hasta el punto de que en ocasiones, cuando se preguntaba a esos nuevos propietarios qué daban sus tierras, si la cosa no les había ido bien, contestaban sarcásticamente: «Más que nada, disgustos».
Todo lo anterior viene a propósito de que por primera vez en mucho tiempo, los altos precios de la tierra (11.000 euros por hectárea de promedio en 2008) han empezado a decrecer (10.000 en 2011). Lo que se debe fundamentalmente a la coyuntura económica general-casi nadie está para invertir en el campo con fines cinegéticos, o de otras clases de recreos y asuetos-, y también a una política agrícola común de la UE (la célebre PAC), que está reduciendo precios agrarios y abriendo mercados a una competencia exterior cada vez mayor.
En cualquier caso, el valor-tierra seguirá siendo un tema importante. No sólo para la estimación de la riqueza nacional, sino también a efectos de mantener los patrimonios rurales y no intensificar el despoblamiento de nuestro campo.
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