Alfredo Semprún

En efecto, la «mayoría silenciosa» no hace ruido, pero vota

El mapa del referéndum escocés forma un espejo de asimetría casi perfecta con el que conformaron las elecciones al Parlamento de Edimburgo en 2011. Es decir, en los distritos donde ganó el Partido Nacional de Escocia se ha impuesto por clara mayoría el «no» a la independencia. Y en los distritos donde vencieron los laboristas, ceñidos a Glasgow, ha vencido el «sí» por más del 50% de los sufragios.

Si se extrapolan los resultados de una convocatoria a otra casi siempre da error –no digamos cuando se pronostica a partir de una manifestación callejera–, la probabilidad de equivocarse se multiplica cuando entran en juego los viejos resabios de la izquierda europea, que desde hace dos décadas navega a la deriva de los acontecimientos sin otro propósito que conservar una miajita de presupuesto público. Y así, los feudos laboristas escoceses han votado por la independencia no tanto para castigar a los odiados conservadores británicos, como para crear un nuevo escenario político en el que poder reinventarse. Odian a Camerón y a los soberbios «tories» ingleses, sí, pero su problema es que tras el paso de su correligionario Tony Blair por Downing Street, con sus recortes sociales, el votante laborista tradicional ha renunciado a su condición, la que convirtió a su partido en el predominante en Escocia durante cuatro décadas, para quedarse en simples comparsas del nacionalismo progre.

El resultado no ha podido ser más cruel. Se han retratado ante sus conciudadanos con sus carteles de «Vota «sí» por una Escocia eternamente libre de la derecha», obviando que lo que estaba en juego no era su porvenir político, sino el de toda la nación. Y está, también, lo del dimitido Alex Salmond, vapuleado en las urnas por buena parte de sus propios votantes que, en la soledad del cuartito, con la papeleta a la vista, han sentido el vértigo del precipicio de una Escocia aislada, sin la libra y con la caja de las pensiones en juego.

Pero no conviene equivocarse. Ni los laboristas renegados ni los nacionalistas timoratos han sido el factor decisivo en el resultado de las urnas. Alex Salmond había conseguido su mayoría parlamentaria absoluta en 2011 con el 46,8 por ciento de los votos, pero con una participación rayana en el 50 por ciento del censo electoral. Este 18 de septiembre, sin embargo, ha movilizado al 85% de una base electoral mucho más amplia, por cuanto votaban los menores de 16 y 17 años de edad. Ha sido esa mayoría silenciosa, la que acude en menor medida a las urnas en los comicios regionales, la que se ha movilizado cuando se ha puesto en juego algo tan importante como la unidad del Reino Unido, valga la redundancia. Y sí, en las calles de Escocia predominaban los colores del «sí» con la simbología tradicional de faldas a cuadros, gaitas y cruces de San Andrés, que, dicho sea de paso, son los de todos los escoceses, aunque los haya expropiado el nacionalismo; y sí, los medios de comuniciación describían el entusiasmo contagioso de la campaña independentista, con sus chicas rubias pintadas de azul y blanco; y sí, se hablaba del poco tirón del «mejor, juntos» y se hacía antipático el supuesto «mensaje del miedo». Pero a la hora de la verdad, la mayoría silenciosa ha dicho un «no» rotundo. Incluso donde Alex Salmond se creía vencedor: su propio pueblo natal. Pues eso.