José María Marco
En el frente
Nagorno-Karabaj es un territorio de poco más de 11.000 km2, poblado por unos 140.00 habitantes y que se extiende entre Armenia y Azerbaiyán, en el Cáucaso Sur. Se declaró independiente de Azerbaiyán en 1991, cuando el desplome del socialismo acabó con la Unión Soviética. La reivindicación de Nagorno-Karabaj, de población armenia en su mayoría, venía de lejos. Los hechos de 1991 condujeron a una guerra que duró hasta 1994, provocó miles de muertos y de refugiados, y limpiezas étnicas en ambos lados. Aunque de baja intensidad en la actualidad, todavía no ha sido resuelta.
La visita al frente de Nagorno-Karabaj resulta útil para saber lo que se dice cuando, en nuestra muy confortable Europa occidental, hablamos de «guerra» contra el terrorismo o contra el yihadismo. Para llegar hasta allí hay muchos kilómetros de zonas desérticas, abandonado cualquier cultivo, con edificios destrozados y ciudades enteras en ruinas, de las que sólo quedan paredes de construcciones que en su tiempo debieron ser muy hermosas: en una de ellas, las de una mezquita de la que sobreviven intactos dos grandes minaretes. En el frente espera una trinchera, el suelo cubierto de barro, latas oxidadas colgadas a modo de alarma de las alambradas de púas, cubículos donde echar un sueño y del otro lado, visto a través de las estrechas aberturas en el hormigón de los fortines, algún tanque azerbaiyano.
La noche de nuestra visita un soldado cayó muerto por los disparos de un francotirador. Es la guerra de verdad, sin metáforas ni imágenes incandescentes y movilizadoras. Y como es la guerra de verdad, nadie se engaña sobre su objetivo. No se trata de defender la cristiandad frente al islam, porque no es una guerra religiosa, ni estamos hablando de ese ideal y casi sublime «choque de civilizaciones». Hay un brutal enfrentamiento territorial y otro en el que dos repúblicas, la de Armenia y la Nagorno-Karabaj, defienden un sistema democrático. La conciencia de la identidad nacional no falla. En los dos territorios el servicio militar es obligatorio y se sabe bien lo que constituye la propia tradición: el cristianismo y, después de eso, la búsqueda de la justicia después de las persecuciones y el genocidio de hace cien años. Aquí no hay señoritismo belicista. Hay empeño en seguir adelante, fundado en un patriotismo que se entiende a sí mismo con plena conciencia de lo que significa.
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