Ángela Vallvey

Ésa..

Estos días, en los que hemos visto en la Prensa mundial la foto de un musulmán encolerizado por las calles de Londres, chorreando sangre, con un machete en la mano, los ojos desorbitados después de decapitar públicamente a un joven soldado británico, estoy leyendo un libro de José María Gironella: «El escándalo del islam», publicado en 1982. Por entonces, las limitaciones para hablar sobre el Islam no eran las mismas que ahora, y lo políticamente correcto tampoco había adquirido aún la categoría de dictadura. Esto es: el miedo no atenazaba la libertad de expresión de la manera en que lo hace hoy día. Gironella, en su momento, se las tuvo que ver con la censura. Sin embargo, no hay peor detracción para el juicio que la que uno mismo se impone en forma de autocensura, habitualmente por interés, por terror a las consecuencias o por simple cobardía. Gironella recorre países musulmanes; visita Irán en los convulsos tiempos de la Revolución y posterior constitución de la República Islámica. Habla de la familia Pahlevi, los lujos obscenos del Sha (palacios tapizados de espejos, teléfonos de oro y antigüedades de museo, la corona de Alejandro Magno como pisapapeles...), de las torturas del SAVAK (la temida organización de inteligencia del Sha), pero también de los fieros guardianes de la Revolución, de los «khalq» o comunistas, de los «pasdar» o fanáticos religiosos, de las torturas y barbarie de unos y otros... No quiere pronunciarse. Reconoce su admiración por «esos espíritus fuertes, los beduinos», pero dice darse cuenta de que Jomeini no cuenta nada que no esté escrito en el Deuteronomio. Y se siente intimidado por la potencia de la ferocidad, por la obcecación de los «mulás». Y por el ansia de sangre. La sangre derramada del soldado londinense entonces aún no nacido: esa sangre. Ésa.