Historia

Cristina López Schlichting

Ese tipo especial

La Razón
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Once años después, me sigue sorprendiendo el tirón de Wojtyla. Es poner su voz en la radio, sus imágenes en la tele o sus palabras en la prensa y recibir un aluvión de respuestas por parte de la audiencia. Tiene este hombre –porque una sabe positivamente que está vivo– tal autenticidad que te reconcilia con la vida. Puede que los seres humanos estemos corruptos, tengamos cuentas en Panamá, cerremos las puertas a los fugitivos de la guerra o nos matemos los unos a los otros, pero, a la vez, somos capaces de distinguir lo falso de lo verdadero. Estamos programados para ello. Y lo verdadero nadie lo puede cambiar, ni fabricar. Cada vez que oímos: «No tengáis miedo», el lema con el que Juan Pablo II abrió su pontificado, reconocemos, en primer lugar, que hablaba en serio y, en segundo, que era cierto lo que decía. Que, al menos para él, era posible confiar totalmente en el Misterio de Dios y no sentir temor. ¡Hay tantas cosas de Wojtyla que no olvidaremos! Recordaremos su forma de rezar, como sumergido en lo más hondo, ausente de nosotros. Su sonrisa, tan franca y calurosa. Y esa forma de morirse poco a poco, delante del mundo, perdiendo paulatinamente la fuerza física, la expresividad del rostro, la voz incluso, en un proceso tremendo de despojamiento que asumió con completa entrega. Vivimos la agonía casi en tiempo real, con las noticias goteando por los medios, atentos a aquella luz encendida en el Vaticano. Con esas últimas palabras conmovedoras: «Habéis venido –refiréndose a los jóvenes en San Pedro–, os estaba esperando»... o «confiemos todo a las manos de la Virgen». Tras la noticia de la muerte, al filo de las nueve y media de aquel 2 de abril, nos quedamos, lo recuerdo perfectamente, expectantes, incrédulos de que todo hubiese acabado, como los discípulos tras la muerte de Cristo en la cruz. No podía terminarse todo ahí. Por eso muchos nos echamos a la calle en un movimiento espontáneo y alucinante, sin convocatoria oficial, dándonos cita en la plaza de Colón, donde tantas veces nos había convocado. Qué sorpresa encontrar a tantas personas, todas hermanadas en la ausencia de tan gran amigo y, a la vez, en la certeza de su continuidad, de su presencia. Nos saludábamos los unos a los otros sin que nos hubiesen presentado, nos abrazábamos, cantábamos juntos. Fue un milagro de humanidad, como todo lo que montaba él. Y, curiosamente, sigue ocurriendo. Cada año, al menos una vez, al escuchar su voz diciendo, por ejemplo: «Hasta siempre, España, hasta siempre, tierra de María», se me llenan los ojos de lágrimas y renace la certeza de que este tipo era auténtico, que decía la verdad, que va a ser que no hay que tener miedo. Que su maravillosa vida no fue sino el anticipo. Y que lo que es cierto –por muy miserables que seamos los hombres– es, sencillamente, cierto.