Política

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Estatuto: convivencia o ariete de la división

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Aquellos días de la transición a la democracia se impuso el espíritu de compromiso, la negociación, el debate civilizado y la colaboración. Así se hizo la Constitución vigente, que ha proporcionado la mayor etapa de progreso, libertad y convivencia democrática de la historia de España. Eran tiempos difíciles, mucho más peligrosos e inciertos que los actuales. Todo el mundo se avino a razones, cediendo parte de sus intereses o de sus sueños, salvo un puñado mínimo de extremistas a un lado y otro del espectro político y, en cierta medida, los nacionalistas vascos, que se quedaron, como en la Constitución de la República, en tierra de nadie, agarrados a la abstención, caminando por el monte solos, si bien se incorporaron enseguida al espíritu constitucional con el Estatuto de Guernica, negociado en La Moncloa a calzón quitado y en mangas de camisa por Adolfo Suárez y el lendakari Garaicoechea en las madrugadas del tórrido verano del 79. A Carlos Garaicoechea se le murió entretanto su madre en Pamplona y le pusieron un avión para que asistiera al entierro y regresara inmediatamente a Madrid. El pacto constitucional habría resultado casi imposible o frágil e inoperante sin la colaboración decidida del PCE de Santiago Carrillo –ahora quebrantado por sus seguidores– y de los nacionalistas catalanes, con Jordi Pujol y Miquel Roca a la cabeza. En ningún momento exigieron entonces los nacionalistas catalanes, ni seguramente se les pasó por la cabeza, el derecho a decidir o el derecho de autodeterminación. Es más, rechazaron expresamente la equiparación con los vascos y navarros en el modelo fiscal.

El Estatuto de Cataluña, el original, sin los conflictivos remiendos posteriores realizados con el beneplácito de Maragall y Zapatero y los consiguientes recortes del Tribunal Constitucional, que tanta irritación han generado y tan amargas consecuencias, se negoció plácidamente. Se trabajó minuciosamente en busca del consenso. Las dos partes cedieron algo para llegar al acuerdo. La mayor concesión del presidente Suárez, en una reunión en La Moncloa con Pujol y Roca, fue la inclusión del término «nacionalidad», subterfugio de nación. Cuando Gregorio Peces-Barba se atrevió a hablar de «nación de naciones», el intelectual y senador real Julián Marías puso el grito en el cielo. Ya se ve en qué ha derivado aquello. A los catalanistas, es cierto, no les gustó nada lo de «café para todos» del ministro andaluz Clavero Arévalo. Me consta que al Rey tampoco. Pero aceptaron, sin más discusiones, el título octavo de la Constitución. Ya se encargarían ellos de demostrar la diferencia. Huían, como del diablo, del federalismo. Aseguraban a todo el que quisiera oírles que ellos eran autonomistas, no separatistas, y que estaban dispuestos a ayudar en la gobernabilidad de España, aunque, a lo largo del tiempo, rechazaron todas las invitaciones, que no fueron pocas, para entrar en el Gobierno central.

El 12 de abril de 1978, con la Constitución en el telar, en el curso de un almuerzo con periodistas en la agencia EFE, organizado por Luis María Anson, mientras degustábamos el famoso helado verde de las comidas ansonianas, Josep Tarradellas proclamó solemnemente: «Cataluña no se separará nunca de España». Han pasado treinta y seis años. Si levantara hoy la cabeza el gran estadista y viejo zorro y observara el zafarrancho organizado por Artur Mas y Oriol Junqueras, preguntaría: ¿Quiénes son estos? Pero ¿qué hace Esquerra? ¿Es que no escarmentaremos nunca? ¿Qué locura es esta? ¿No se dan cuenta de que van a contrapelo de la historia de Europa? Y volvería a pedir, como en sus buenos tiempos, compromiso, colaboración y sensatez para no volver nunca más a las andadas. Lo que pasa es que los catalanes se han quedado sin referencias claras y en manos de advenedizos: Tarradellas está olvidado y su sucesor, Jordi Pujol, es una estatua derribada.

El Estatuto de autonomía de Cataluña ha pasado de ser la base del autogobierno y de la convivencia civilizada a piedra de la discordia y ariete de la división y la ruptura. Para comprender bien lo que va de ayer a hoy, valga la siguiente anécdota. La firma del acuerdo sobre el Estatuto se prolongaba sin motivo aparente. No se sabía en aquel comienzo de verano del 79 si la negociación con el Gobierno era real o ficticia. La situación parecía un tanto surrealista. Un día se presentó en la Moncloa Maciá Alavedra y entró en el despacho del jefe del gabinete del presidente. «Pero vamos a ver –preguntó– ¿quiere Suárez el Estatut o no lo quiere?». «¡Pues claro que lo quiere!», respondió Alberto Aza. «¡Collons –replicó Maciá Alavedra–, pues entonces vamos a firmarlo ya, que tenemos que irnos de vacaciones!». Y así fue, sin perder más tiempo, como se firmó el Estatuto de Cataluña. Y así se escribe la historia.

Singularidad catalana

Las comunidades «históricas» de la Constitución

«La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». El artículo 2 de la Constitución adelantaba el complejo mapa de la organización territorial de España, intentando dar respuesta a las aspiraciones nacionalistas de catalanes y vascos. De hecho, en el Título VIII de la Carta Magna, en sus 21 artículos, donde se reconocen implícitamente la existencia de unas comunidades «históricas» que accedieron a la autonomía por la vía del art. 151 con todas las competencias.