José Jiménez Lozano

Evolución de la misericordia

Un médico danés recuerda, en un artículo el caso de un pastor joven, en una retirada aldea de hacía unos cien años cuya mujer había muerto de parto, y que, a falta de un biberón, al menos mientras se pudiera ir a la ciudad a comprar uno, fue de casa por casa de aquellas mujeres que estaban criando a su hijo, pidiendo la caridad de que el bebé, recién huérfano de madre, pudiera ser alimentado por alguna de ellas, lo que por cierto no sólo no le negaron, sino que el ofrecimiento resultó competitivo, y el niño salió adelante enseguida.

¿Sería hoy posible algo parecido a esto en una sociedad como la nuestra? –se pregunta el médico. Y se responde que sí, sin atreverse a imaginar en qué proporción, aunque no en los ámbitos del derroche verbal de solidaridad y buenismo. Y recuerdo también, ahora, que Karl Löwith en su autobiografía habla de su estancia en Italia, contando dos historias, que son un recuerdo de la Primera Guerra Mundial.

En una de ellas, cuenta cómo estando formados él y otros soldados alemanes prisioneros, en vísperas de Navidad y bajo un frío intenso, el general italiano ordenó que los llevasen bajo techo y se calentasen ante algún fuego; y, en la segunda historia, habla Löwith de que quien tenía la autoridad militar le devolvió los cigarrillos encontrados al registrarle y, en otro momento, ordenó al conductor que condujese «más cristianamente», que significaba que lo hiciera con moderación y pensando en los riesgos a que se exponían vidas humanas. Y Löwith no sólo se sintió tocado emocionalmente, en su interior, por estos gestos, sino que concluyó que todavía quedaba en Europa el elemento civilizador de la misericordia en tiempos de desatada barbarie.

Pero ahora mismo, desde luego, no es tan claro que ese «humus» de misericordia no esté a punto de dejar de ser significativo según se van conformando nuestras sociedades. Entre el tiempo de la historia del Pastor danés, y de las de Karl Löwith y nuestro tiempo hay una Segunda Guerra Mundial, dos espantosos totalitarismos, y ya decía Trotsky, como algo divertido, que en la famosas dignidad humana sólo creían los cuáqueros y el Papa; mientras que se dio el triunfo del darwinismo filosófico, la reducción de la naturaleza humana a mera política, y las promesas del tecno-cientismo industrial, que podría situar en la historia una clase superior de hombres.

Los mismo biólogos que muestran estos juegos genéticos de los nuevos dioses, que tienen en sus manos algo más que el rayo de Júpiter, piensan con toda lógica que, si no se da un racional carpetazo a estas investigaciones, tendremos la humanidad preconizada por Aldous Huxley y junto a la cual el rebaño del Gran Hermano y los otros sanguinarios totalitarismos resultarán tortas y pan pintado, y que, al contrario que en el pasado todo se hará por procedimientos especialmente «humanitarios» e indoloros, y sin necesidad de una educación para la sumisión, porque quedará incluido en el higienismo genético.

Pero otro asunto es si, en realidad se tratará ya de hombres y de materia humana, porque, como señaló Erwin Chargaff, la sustancia de lo humano, «el tapiz maravilloso inconcebiblemente intrincado está siendo desmontado hebra a hebra; se arrancan todos los hilos, se hacen pedazos y se analizan, y al final hasta el recuerdo del diseño del tapiz se ha perdido, y no es posible recordarlo».

¿Cómo era un hombre? Ya casi sólo se nos muestra el ruido y la furia de los nuevos hombres -dioses poderosos, o de sus precursores, que no tienen ley ni norma, ni deberes ni afectos, y nos ofrecen orgullosos sus divertimentos a los pobres mortales. Pongamos por caso los jovencitos de un país de la vieja Mitteleuropa, que no es que hayan atacado un entierro para divertirse, como ha sucedido en España, sino que, invitados por compañeros suyos, cuyos padres habían muerto, han acudido a celebrar una gran fiesta por tal muerte. ¿Por qué no? Derecho a decidir.