
Tribuna
Optar por el mal
La experiencia demuestra que la civilización occidental, cuna y baluarte de la libertad, se desmorona impotente por el abandono, desprecio o ausencia de gallardía para mantener firmes resortes morales
Permítanme que inicie esta Tribuna recordando una anécdota de hace unas décadas. Tan solo han pasado un puñado de años pero ya se cuentan por decenas de miles los españoles que desconocen el contexto que vivíamos en plena democracia: son los efectos de las llamadas «Leyes de Memoria Histórica o Democrática» de Zapatero y Sánchez, respectivamente, al dictado de los que quieren modificar el relato para justificar sus discutibles pretensiones. Dicho esto, el contexto al que me refiero era el siguiente: las huestes de Arnaldo Otegi, además de asesinar a los que no se doblegaban a su «obligatorio» proyecto político, se ocupaban de burlarse de sus asesinados profanando sus tumbas, echando «sal gorda» en las heridas abiertas de sus familiares y amigos. Comentábamos consternados estos episodios unos cuantos miembros del Foro Ermua y cándidamente - incapaz de comprender tanta maldad- comenté: «esta gente está enferma …» De inmediato, mi querido compañero de tantas fatigas, Mikel Buesa, me espetó un sonoro (fue casi un bufido): «¡No!!!!, eso no es estar enfermo, no los justifiques: han optado por el mal». Le miré -no sin cierto sobresalto- y sin decir palabra asentí con la mirada: tenía razón.
Fue inevitable recordar una de las obras maestras de Hannah Arendt sobre «la banalidad del mal». Arendt se enfrentó al desafío de intentar comprender un tiempo en el que todo era posible y nada era verdad, con todas sus sobrecogedoras consecuencias. Todos los temas filosóficos y de teoría política de nuestra época están presentes en la obra de esta admirable filósofa alemana. Su conclusión más perspicaz y hoy tan ampliamente difundida -la banalidad del mal- la formuló al final de su reportaje sobre el juicio a Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS responsable de la organización del exterminio de los judíos en Europa decretado por los nazis en enero de 1942, publicado con el título Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. Tras escuchar a Eichmann y leer la transcripción del juicio, Arendt concluyó que se trataba de una persona de una «irritante estupidez» porque era incapaz de pensar, como confesó al periodista Joachim Fest. No hacía falta ser un psicópata, un sádico, un mentiroso, un depravado o un enfermo mental para llevar a cabo acciones tan aberrantes como las testimoniadas en aquel juicio.
Este incomprendido diagnóstico desató una inesperada polémica, también porque Arendt condenaba el colaboracionismo de los Consejos Judíos en el exterminio. Ella pensaba que tendrían que haberse negado, como planteó en su Hombres en tiempos de oscuridad, seleccionando personajes que no deseaban el mundo en el que les tocó vivir, pero fueron capaces de oponerse.
Una vez más aflora esa realidad, incuestionable y permanentemente cuestionada, de que el dilema radical del ser humano es ético. Somos libres para optar por el mal o el bien; por robar o respetar la propiedad ajena; por mentir o decir la verdad aunque no nos guste; por servirnos de los otros o intentar servirles en lo que esté a nuestro alcance; por imponer, incluso hasta matar a nuestro adversario, o respetarle aunque su sola presencia nos suscite una repulsa incontenible. Esas sucesivas elecciones, por una opción o su contraria, nos van «conformando», haciéndonos personas logradas o malogradas. En otras palabras, haciéndonos gente de fiar o ser sujetos que sólo suscitan desconfianza, cuando no indignación, desasosiego, incluso desprecio porque su conducta «saca lo peor» de nosotros mismos.
Huelga decir que nuestro tiempo, en este deplorable desmadre nacional, pero también en el ámbito internacional, reclama una reflexión seria sobre la necesidad de discernir la naturaleza –«ética» o «política»- de las premisas en las que sustentar un discurso capaz de garantizar la defensa de la democracia, aunque quizá la reflexión más atinada podría ser la de discernir si la política puede escapar del criterio ético. Ciertamente, la respuesta es no, siempre que pretenda contribuir al bien común, como establece la propia definición de «política» desde Platón o Aristóteles.
La experiencia demuestra que la civilización occidental, cuna y baluarte de la libertad, se desmorona impotente por el abandono, desprecio o ausencia de gallardía para mantener firmes resortes morales. Quizá alguien puede sonreírse sarcásticamente mientras balbucea: «¿Criterios éticos, límites morales?» Pero la realidad continúa siendo tozuda, aunque sea violentada sin tregua a diestro y siniestro, y sigue vigente que ningún comportamiento humano puede escaparse de la dimensión ética. Parafraseando a Spaemann, podemos decir que si alguien cuestionara por qué debe comportarse éticamente, estaría planteando ya una pregunta inmoral
Se quedan en el tintero numerosas reflexiones, pero por razones de espacio me conformo con volver a citar a Hannah Arendt (1906- 1975) y … el que pueda entender que entienda: «Mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea en nada. Un pueblo que ya no puede distinguir entre la verdad y la mentira no puede distinguir entre el bien y el mal. Y un pueblo así, privado del poder de pensar y juzgar, está -sin saberlo, ni quererlo – completamente sometido al imperio de la mentira. Con gente así, puedes hacer lo que quieras».
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