Restringido
Fantasías animadas
Cada vez que en Australia un tiburón devora a un turista, la gente reclama «medidas». De modo que la autoridad competente despliega cebos durante un par de semanas aunque el atacante nade a miles de kilómetros de distancia. No es tanto proteger las playas como pastorear miedos. El arponeo de unos cuantos bichos luce bien en las portadas, pero tiene más de placebo que de auténtico tutelaje. Lo saben los científicos, los gobernadores y los alcaldes, pero qué quieren: la única protección 100% segura consistiría en desistir de hacer el primo sobre una tabla de madera y/o abstenerse de chapotear a doscientos metros de la orilla. Se trata de un caso paradigmático de la política puesta al servicio de las emociones, que excluye por completo la razón y no digamos ya la posibilidad de comparecer en rueda de Prensa para ofrecer malas noticias. Qué tal, por ejemplo, dedíquense a leer libros en la tumbona y absténgase de usar el océano como si fuera una piscina hinchable. La Casa Blanca de Trump se guía en buena medida por idéntica «bullshit». Explicar que los refugiados superaron un proceso de selección de hasta dos años, incluidas varias entrevistas personales y numerosas investigaciones, equivale a reconocer que incluso así, con toda la vigilancia posible, existen riesgos. Que siempre cabe la posibilidad de colar a un chiflado. Tengan en cuenta que en EE UU el procedimiento usual para otorgar visas es asombrosamente concienzudo. Incluso si el solicitante proviene de países amigos y sus credenciales resultan intachables. Claro que en términos electorales resulta más eficaz publicitar un inexistente mecanismo selectivo a prueba de bombas. Una solución, real, consistiría en cerrar las fronteras y, de paso, internar a todos los sospechosos, y hablo aquí de gente que vive en EE UU, muchos de ellos ciudadanos, en campos de concentración. Bastaría con profesar en la fe islámica, o incluso con mostrar cierta simpatía en las redes sociales por el vecino paquistaní del Deli, para garantizarse un billete solo ida a la sombra de las alambradas. Y ni aún así nos blindaríamos. Aparte, tampoco sería legal, pero la legalidad, los tratados internacionales y hasta los derechos humanos ocupan el último lugar en la lista de preocupaciones de quienes, empadronados en un villorrio del Medio Oeste, rodeados de vacas y campos de maíz, despiertan cada mañana con la obsesión de sufrir un ataque terrorista. Si arguyes que las únicas matanzas sucedidas en EE UU lejos de las grandes ciudades fueron protagonizadas por demenciados prosélitos de la Asociación Nacional del Rifle, olvídate. La demagogia, pregunten a expertos locales como Artur Mas, habita un espacio alternativo, hecho de trolas y cisnes vagos. Tiene muy poco que ver con las estadísticas realmente existentes. Cómo sorprenderse, entonces, de que Kellyanne Conway, antigua jefa de campaña de Trump y hoy en labores de asesora personal en la Casa Blanca, recordara compungida el otro día a las víctimas de la matanza de Bowling Green. ¡Una carnicería que, ups, nunca existió! De fantasías semejantes, ¿recuerdan las mágicas balanzas fiscales de los länder alemanes?, viven nuestros parásitos.
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