Francisco Nieva
Fellini Rex
¡Engreído, vanidoso, presumido, exhibicionista, sinvergüenza, miserable...! Esto era el cerco que se ceñía al equipo de rodaje de una escena fílmica en alguna calle de Roma, con Federico Fellini al frente. No intervenía la policía, a nadie se multaba por ofensas personales y desorden público. Fellini dejaba tras de sí una estela de escándalo. Espectáculo memorable. Yo lo sentía por él, pero nunca dejé de admirarle. Era un taumaturgo, un rey del cine que aguantaba aquel chaparrón de ofensas y dicterios con una sonrisa despectiva. Él había elevado el cine italiano a la más alta cota de la excelencia con obras maestras como «La strada», «Satiricón» y otras.
Todo se le había dado bien en su carrera cinematográfica, el neorrealismo más enjuto y descarnado, así como las fantasías más demenciales, como «Casanova» y otras. Aunque fuera verdad que se había gastado un montón de millones en un homenaje a sí mismo, «Ocho y medio» había sido la piedra de toque y la razón de tales protestas. Bueno, ¿y qué? También Miguel Ángel se levantó un monumento a sí mismo en la Capilla Sixtina, contracorriente y en franco litigio con al Papa. «Ocho y medio», en verdad, era una película aburrida, reincidente y egocéntrica hasta el empacho. Pero nunca dejó de ser, para mí, como un mago todopoderoso, capaz de fascinar al mundo entero. Yo me he devanado mucho los sesos tratando de adivinar cuál era el secreto técnico y artístico de Fellini.
¿Rodearse de excelentes colaboradores? Puntales maestros del maestro, como el músico Nino Rota o el escenógrafo y figurinista Danilo Donati, que lo acompañaron en todas sus producciones. Y uno se pregunta si ha sido la música o el escenario antes que la imagen o la anécdota argumental. Las nostálgicas y evocadoras melodías de Rota saturan todas sus películas y se clavan en la memoria auditiva del espectador. También se clavan en su memoria visual los mágicos escenarios de Donati. No le importaba gastar millones en su realización, ya que la primera virtud del productor es perder dinero. Ningún escrúpulo económico lo detenía: «Esto se hace así porque lo digo yo». Para Fellini, la dirección de un filme era como instaurar un imperio autocrático. Era en esto como un emperador romano, un Calígula capaz de convertir un lago en una finca flotante de recreo o de levantar un palacio solo para matar a su madre. Capaz de todo. Fellini es el gran icono de la cinematografía moderna y nadie lo ha superado en imaginación y fantasía. En sus manos, las posibilidades del cine pueden ser infinitas, capaces de convencernos de que todo es posible, una mágica y consoladora mentira.
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