Luis Suárez
Fernando el Católico
Nos acercamos al momento en que debemos despertar la memoria de ese singular monarca que falleció, el 23 de enero de 1516 en el humilde lugar extremeño de Madrigalejo, etapa en un viaje hacia Andalucía. En su último documento encargaba al cardenal Cisneros la vigilancia en la entrega absoluta de todos sus derechos a aquel niño de quince años, Carlos, que permanecía en Flandes aunque estaba destinado a convertirse en señor de Europa y defensor eficaz de la Cristiandad contra los turcos otomanos que desplegaban sus lienzos por el Mediterráneo y todo el Oriente Próximo abarcando los Balkanes. Hasta 1931 todos los monarcas españoles ostentaron el calificativo de Católicos, que había sido oficialmente otorgado por Alejandro VI a Isabel y Fernando. Prescindamos de juicios de valor: la Monarquía española, restaurada precisamente en ese momento, ponía su base en la unidad religiosa. Y Fernando, en el momento crucial de su muerte lo había conseguido: ni judíos, ni musulmanes, ni herejes, contaban entonces con legitimidad. La libertad religiosa quedaba reducida a un solo artículo: la Iglesia romana quedaba oficialmente fuera de los resortes limitativos del Estado. Evidentemente es algo que en nuestros días resulta inadmisible. Pero el historiador debe presentar las cosas como fueron en realidad.
Cuando en 1469 se firmaron en Cervera las capitulaciones matrimoniales entre Isabel y Fernando, que ni siquiera de vista se conocían, dos fundamentos para el futuro de la naciente Monarquía hispana, quedaban en claro. En Castilla, a diferencio de los otros reinos europeos, las mujeres no serían simples transmisoras de derechos sino que podrían reinar por ellas mismas. Es algo que Inglaterra no tardaría en afirmar y que, poco a poco se iría introduciendo en la política europea. Paso decisivo en favor de la femineidad, que se completaba también con otras disposiciones permitiendo a la reforma católica española otorgar a mujeres de la talla de Beatriz de Silva, Teresa de Jesús o sor María Jesús de Agreda, desempeñar papeles decisivos. Es importante destacar el papel que las mujeres llegaron a desempeñar en el desarrollo de la Monarquía hispana. Varón fuerte y rígido, Fernando contribuyó decisivamente a esta positiva evolución, frenando incluso los apetitos personales de la carne; solo conocemos de él dos bastardos, anteriores a su matrimonio.
En sus negociaciones con el legado de Sixto IV, Nicolás Franco, el nuevo rey descubrió cuál era su programa. Europa se hallaba en peligro a causa del avance incontenible de los turcos y por ello era imprescindible disolver los grupos no cristianos que ponían a la Península en peligro de convertirse en base del Islam. De ahí la política empeñada en conseguir que no hubiera infieles en la Península. Naturalmente se cometieron errores como sucede en tales casos. El más importante, sin duda, fue la reforma de la Inquisición para insertarla en lad dimensiones del Estado. Jueces especializados –en este caso religiosos– que toman en sus manos la represión de un supuesto delito acaban cometiendo abusos. No nos engañemos: estamos ahora moviéndonos en la misma línea aunque el delito sea económico. Pero al final se desatan las denuncias y persecuciones y se crea el daño de la calumnia y el aún más terrible de la delación. No fue la tortura ni la pena capital el daño principal de los inquisidores porque en esto los tribunales ordinarios les superaban: fue el clima de establecía aureolas de sospecha sobre las cabezas de los acusados y la negación que se oponía a todo lo hasta entonces conseguido en el camino del saber.
Pese a esta dimensión negativa que Fernando quiso enmendar cuando ya era demasiado tarde, no cabe duda de que el programa trazado en 1476 iba a tener muy ventajosas consecuencias. España tomaba para sí el modelo de Unión de Reinos que adoptara la Antigua Corona del Casal de Aragó y que limitaba los poderes correspondiente a la unitaria soberanía, respetando las formas administrativas de cada uno de los Reinos. Es un error creer que Castilla hizo a España; la hizo la Corona de Aragón, que estableció esa diferencia entre las tres dimensiones del poder, legislativa (Cortes), judicial (Audiencia) y ejecutiva (Consejos), que Montesquieu, siglos más tarde, consideraría como garantía de la libertad. Por primera vez en Europa una ley fundamental declaró ilegitima la servidumbre y los payeses de remensa adquirieron la plena libertad convirtiéndose además en propietarios de las tierras que trabajaban.
Fernando ayudó en la guerra contra el Islam: cuando en 1480 los turcos se apoderaron de Otranto asesinando o esclavizando a sus habitantes, Fernando movilizó todas las fuerzas disponibles para acudir en auxilio de aquella puerta que parecía abrirse sobre Italia. Fue entonces cuando Abu-l-Hasan, emir de Granada, cometió el error decisivo al apoderarse de Zahara, liquidando o esclavizando a la población cristiana. Sin duda esperaba que esta guerra moviera a los turcos a presentarse en el desembarcadero de Almería. Pero encontró un rival distintos, que sabía sacar fuerzas de flaqueza: fue Fernando quien convirtió esta guerra iniciada por los musulmanes en operación definitiva para suprimir aquella reserva islámica que venia del siglo XIII.
Y luego dio la vuelta a la situación del Mediterráneo que los musulmanes convirtieran en mar de barrera. Hizo de Malta, Lampedusa y Rodas, con Chipre y Alejandría, puntos de apoyo para una ruta de defensa contra los turcos que también Egipto, musulmán, utilizaba. Y como rey de Sicilia, se tituló rey de Jerusalem y consiguió de los egipcios que aceptaran el patronato sobre las comunidades establecidas en Tierra Santa. De este modo la Corona de Aragón, instalada en Cerdeña, Sicilia, Nápoles, Malta y Melilla, restauraba la situación del antiguo Imperio romano, un mar Tirreno rodeado de posesiones unitarias. Sorprendentemente es la condición que permite en 1916 a Alfonso XIII, Rey Católico, proteger a los sefarditas y también a los franciscanos. Con virtudes y defectos, sin duda, el balance final de la obra de Fernando debe considerarse, para Europa, positivo.
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