José Luis Alvite
Flaco, ojival y sensible
No parece muy claro que el Papa Francisco pueda ir en sus ideas pastorales tan lejos como algunos suponen, ni es seguro que eche el freno antes de lo que otros desean. Hay siempre una cierta distancia insalvable entre lo que un hombre sueña y lo que ese mismo hombre consigue, algo que se rige por imponderables, incluida la circunstancia de que, con la intención de influir en nuestros sueños, alguien interfiera decisivamente en nuestra cama. Tenemos de momento un pontífice distinto, una personalidad en la que se combinan en perfecto equilibrio la indolora insolencia oral del vendedor y la vulnerabilidad emocional de un predicador que se reconoce forjado como pastor evangélico mientras auscultaba las almas de los muchachos díscolos en las puertas de la discoteca en la que fue vigilante, o sea, portero, pero no un portero fajador y rocoso, un simple matón con la piel más dura que los huesos, sino un fino estilista moral, un vigilante flaco, ojival y sensible, más próximo a Dios, claro, que a Óscar «Ringo» Bonavena, aquel tosco púgil argentino con cuyos rotundos golpes sin estilo era él mismo quien más se resentía. A diferencia de lo que hacía aquel boxeador, el Papa Francisco sacude homeopáticos golpes sin aparente malicia, analgésicos crochets que asustan a la Curia y calan en la gente, como si se tratase de calmantes mensajes intravenosos. Y lo hace con naturalidad, poseído de una fluidez innovadora, fresco y audaz, con un cierto aire de despistada espontaneidad, con el rostro vagamente iluminado por el potasio de una luz en la que cuajan juntos el aura panificado y fluorescente del santo y la luz desnatada y muda del camerino en el que hace ochenta años estilizaba su pasmada tristeza el maravilloso Stan Laurel. A mí este Papa me gusta porque le creo capaz de conservar la dignidad contándole a Dios un chiste de monjas...
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