Malabo

Fútbol es fútbol, aquí y en Guinea

Hasta que el 9 de febrero de 1992 el entrenador holandés Guus Hiddink exigiese en los prolegómenos del partido de fútbol que se celebraba en Mestalla entre el Valencia y el Albacete la retirada de una bandera nazi de las gradas, en los campos de fútbol españoles se consentía o se hacía la vista gorda (debería ser esto último, que es la manera más perezosa de complicidad) sobre la exhibición de ideología tan miserable. «Yo estoy seguro de que los chicos no saben lo que representa para mucha gente ver un banderín con estos símbolos», dijo luego el preparador valencianista, derivando la responsabilidad a los burócratas del fútbol, que, como se ha vuelto a demostrar, es la peor de las burocracias, en relación calidad-precio. Los chicos tal vez no sabían lo que hacían; los dirigentes deportivos, sí. Es un mundo muy especial el del fútbol. Cada domingo se cometen injusticias en los terrenos de juego por penaltis mal pitados, pero cuando rueda la pelota en la hierba, todas las injusticias humanas, las que hacen correr ríos de sangre, se olvidan. Fútbol es fútbol. Milagrosa tautología. Por lo tanto, no tengo claro que jugar un partido en Malabo, capital de Guinea Ecuatorial, territorio selvático dominado por un presidente elegido por el 95,37 % y enriquecido sobre la pobreza de sus votantes, sea lo más pernicioso que se pueda hacer tras haberlo hecho en monarquías feudales y en extraños engendros gasísticos. Después de todo, España es el primer socio, y la Selección española de fútbol no deja de ser una industria más (recomendable la lectura del Informe de la Oficina Económica y Comercial de la Embajada de España en Malabo, donde define el régimen de Obiang como «república presidencialista con parlamento bicameral», como EE UU). Si del escritor se dice que su único compromiso debe ser con su escritura, ¿diremos del futbolista que su único compromiso moral es con su manera de jugar? Seguiremos dependiendo de jugadas individuales como la de Hiddink.