Joaquín Marco

Globalización

No sé qué es peor, si vivir en un inquietante consumismo o estar mal globalizado. Tal vez, incluso, ambos conceptos resulten contradictorios, aunque creamos posible su convivencia. Las perspectivas de este nuevo milenio, en el que sobrevivimos, se han alterado considerablemente. Desde Occidente, echamos de menos la presencia de aquel contrapeso que supuso la URSS y su sistema, en el que malvivieron (y en parte siguen en las mismas) tantos millones de seres humanos. China, entre tanto, hacía su original camino, que iba del «que florezcan cien flores», según el venerado Mao, a la «revolución cultural», no menos maoísta, enorme desastre para un pueblo que, sin «gozar» del comunismo de antaño, soporta ahora con éxito desbordante el consumismo de hoy (al menos una parte de la población). Pero la globalización es el gran desafío de nuestro tiempo. Ya ni siquiera es suficiente con ser europeo o estadounidense. En el seno de las naciones no brillan los deseos de acordar, ni siquiera se espera o se defiende el diálogo. Por no mencionar aquí Israel frente a los palestinos, me cuentan que en algunos «pubs» irlandeses hay sectores de la población que ni siquiera se miran los unos a los otros, viejos enemigos. No hay que andar mucho para observar las divergencias irreconciliables entre las opciones políticas en España o en sus, hasta hoy, autonomías.

En el año 2004, se creó en la India el Fondo Social Mundial con el objeto de «oponerse a la globalización, la guerra y todas las formas de discriminación, incluidos el racismo, el patriarcado y la religión». En aquel país emergente, se han desarrollado los mayores expertos en globalización, algunos muy críticos. Leo, en estos días, las sensatas opiniones de Pankaj Ghemawat, profesor de Historia en Harvard -y hoy en el IESE-, quien trata de la situación de nuestra economía en una amplia entrevista. Es el autor del libro «El mundo 3.0», en el que proyecta el tema de la globalización en las próximas décadas y observa, por ejemplo, que las exportaciones apenas si representan el 20% de la producción mundial y el 90% de las inversiones se producen en el seno de los países. En las antípodas se halla Klaus Schwab, quien, en el Foro Económico Social de Davos entiende la globalización como «asociarse para conseguir prosperidad y seguridad». Junto a él, cabría situar al polémico Thomas L. Friedman, quien en su libro consideraba que, ya ahora, el mundo está plano, mientras Ghemawat entiende que está lleno de barreras, fraccionado y aislado. Lo podemos comprobar en una Europa, ya de múltiples velocidades, sin identidad única y sin proyecto. La globalización, sin embargo, pese a sus múltiples defectos ha supuesto algún beneficio para 3.000 millones de personas de países en desarrollo, mientras más de 2.000 millones quedaron fuera de dicho proceso. Podríamos entender que se establece un cierto paralelismo entre la globalización y el consumismo. Ello sería cierto si las direcciones exportadoras fueran múltiples, si, en efecto, el mundo fuera plano, sin barreras. Pero no es así. España está lejos de formar parte de la legión de países exportadores. La mayoría de nuestras pequeñas empresas -de las que tanto nos ufanamos- no posee el tamaño suficiente para expandirse hacia el exterior, de ser competitivas en un mercado global con avances técnicos de aplicación costosa, pero son éstos los que crean valor añadido. No todo cabe reducirlo a suprimir puestos de trabajo. Pocos de nuestros empresarios fueron lo suficientemente diligentes en tiempos de bonanza.

El progresivo calentamiento del planeta sobrevuela la globalización, éste sí global e indiscutible, aunque en los últimos años la subida de las temperaturas del conjunto se hayan moderado debido a causas naturales, como el descenso de la actividad solar y el comportamiento de los océanos. Ello ha permitido que grupos que se habían mostrado escépticos hayan considerado que el fenómeno o había finalizado o carecía de la trascendencia que se le otorgó a fines del pasado siglo. No cabe duda de que los crecimientos de China o India han de ejercer en el conjunto efectos nocivos. Una vez más, los 190 países reunidos en Doha tan sólo aspiran a esbozar un pacto que pueda renovar el incumplido en Kioto. Los países industrializados no consiguieron siquiera reducir el 15% de las emisiones, de las que el petróleo sigue siendo el enemigo a batir. Un serio pesimismo flotó en el ambiente. Nos hallamos ante un complejo mundo que pretende ser considerado planeta azul, cuando ni siquiera sus habitantes son conscientes de los peligros que se ciernen globalmente: el calentamiento, una incipiente y, en ocasiones, destructora globalización, que nos empuja hacia la diáspora y, paradójicamente, hacia los nacionalismos. La crisis, algo tendrá que ver también con estos fenómenos. En consecuencia, por si fuera poco, andaremos este fin de mes rezando para que los republicanos y los demócratas acaben entendiéndose y no se hundan y nos hundan en otro abismo: una nueva recesión global. Tenemos bastante con la que ya soportamos.