Cristina López Schlichting
Hay que matarlo
Hacía un sol rabioso cuando me mandaron a Ermua. De las horas angustiosas esperando la muerte del chico en aquel pueblo, del que luego sus padres se llevarían el cuerpo (porque hasta pintaban y mancillaban la lápida del nicho), me quedan algunas apreciaciones sobre la iniquidad. Primera, la dificultad para encontrar testimonios entre sus vecinos. Recuerdo haber llamado a los telefonillos sin éxito y gente apresurando el paso cuando la joven reportera que yo era quería saber qué habían visto el día del secuestro, o cómo discurrían las idas y venidas del joven concejal. Era un bloque de pisos pequeños, abigarrados como una colmena, y sin embargo parecía haber un muro de cemento entre las familias, un terror a que nadie los pudiese acusar de irse de la lengua. Alguien, al final, me contó que, en el parque ralo de la parte de atrás, que tenía unos columpios y unas mesas, se había formado en las últimas semanas una timba de naipes nueva. Jóvenes espías seguramente, cachorros de ETA que informaron de las rutinas de Miguel Ángel.
En segundo lugar, se me quedó en la retina la conversación con dos ertzainas que me llevaron en el coche de policía a recorrer con ellos la localidad. «Esto es un problema político –dijo uno–, esto no se arregla con policía». «Claro–completó el otro– más allá de los secuestros está la voluntad del pueblo». Ahora me sonrío al recordarlo. Vencida ETA, claro que hay independentistas, claro que está Bildu, y sin embargo no dejan de ser una minoría. Ahí está el PNV, apoyando el Gobierno de Rajoy. Menuda disposición de ánimo la de aquellos ertzainas en la lucha antiterrorista. No me extraña que mucha gente prefiriera hacer sus denuncias a la Guardia Civil.
Y luego me acuerdo de la herriko taberna de Ermua, el bar de los proetarras. Era muy acogedor, con mucha madera y mesas amplias, como de merendero popular. Los parroquianos eran jóvenes y grandotes. Había un par de muchachas o tres. Uno de los tíos se enfureció cuando conté que era de la prensa de Madrid. «¿Cómo te atreves a entrar?». Le contesté que aquello era un bar y que yo sólo quería charlar y pareció calmarse. Luego hablaron de independencia y yo expliqué lo muy mío que siento San Sebastián, o Bilbao, incluso Vitoria. El apellido López viene del País Vasco, me encanta Unamuno, rezo a Ignacio de Loyola y en la Facultad de Filología me interesé mucho por la discusión sobre los orígenes del euskera. Les puso rabiosos que yo sintiese todo aquello como parte de España, qué le íbamos a hacer. Luego hablamos de Miguel Ángel, de si merecía la pena matar a una persona por una causa política, por noble que fuera. Si una vida puede ser el precio. Y una chica me contestó y, por más años que pasen yo no dejaré de escribirlo y de estremecerme al escribirlo. Apoyada en aquella mesa de madera me dijo que sí, que había que matarlo.
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