M. Hernández Sánchez-Barba

Hispania romana

El cultivo de la tierra como necesidad primaria en la Península Ibérica es anterior a la dominación romana. La cultura ibero-romana lo consideró necesidad económica. El profesor Perpiñá Grau, en su genial obra «De estructura económica y economía hispana» (1952), enseña que, además de la obligatoriedad de tener en cuenta el desarrollo histórico-cultural y el momento epocal, es indispensable valorar la calidad y cantidad de los bienes naturales y los conceptos de situación y disposición, es decir, la dinámica de la producción en su relación con el lugar que ocupa y en razón, respecto al intercambio, con las posibilidades del mismo que otorgue el área dada y la función que sus intercambios hayan podido darle. Es, exactamente, lo que en grandes espacios y en dimensiones de tiempo largo ha llevado a cabo Fernand Braudel en su decisiva obra «Civilización material, economía, capitalismo» (París, 1979): el estudio del Atlántico y sus tierras colindantes, desde el siglo XV al XVIII, en un proceso que del mercado conduce al intercambio, hasta que la relación macroespacial origina la idea como motor impulsor del pensamiento.

Antes de la conquista de España por Roma, las culturas ibéricas mediterráneas, la civilización tartesico-turdetana atlántica, beneficiada en sus relaciones con la fenicio-cartaginesa, y las culturas celtibéricas del litoral cantábrico y de la costa oceánica portuguesa estuvieron sujetas a las necesidades primarias del cultivo de la tierra y al imperio del regadío mediante el aprovechamiento de los caudales fluviales. Los cereales –en especial trigo y avena– y sobre todo la ganadería, así como las unidades de cultivo de árboles frutales, hortalizas y verduras, sin duda hicieron obligatorio usar ingeniosos métodos de riego. Al producirse la conquista de España por Roma se hicieron serios intentos de reformas agrarias aplicadas a las provincias y con efectos de política social. Tiberio Craco (133 a.C.) intentó limitar la propiedad de tierras a 125 hectáreas y fue asesinado; nueve años después, su hermano Cayo Craco, que luchaba por abaratar los granos, corrió la misma suerte. Ello condujo a la intervención del Estado, que reunió tierras públicas – «Ager Publicus»– para distribuir o revender a campesinos pobres. El político que ejerció una decisiva política social de tierras fue Julio César, que regaló tierras a más de ochenta mil ciudadanos y a los veteranos de sus legiones. Ya en la época del Imperio se concedieron créditos de los fondos del Tesoro a intereses moderados.

El Imperio impulsó la mejora productiva de la agricultura. Fomentó los métodos de cultivo de las tierras: abono, rotación de cultivos, la selección de semillas, se hicieron conocimientos generalizados y práctica común. Pero lo más importante fue la intervención del agua en una plural y decisiva participación de la ciencia de la ingeniería para la construcción de obras de enorme importancia para el incremento de obras de regadío: pozos, canales y presas. Se llevaron a cabo obras de desecación de zonas pantanosas; obras de desagües para conseguir una regularización del uso de aguas en lagos y ríos. Los ingenieros aplicaron los principios científicos a las técnicas prácticas, creando instrumentos como la «groma», que permitía el trazado de cuadrículas y triangulaciones; la dioptra, primera versión del teodolito para levantar perfiles de distintos niveles agrimensores; o la «libra aquaria», para conocer los niveles de aguas subterráneas.

Las cosechas consiguieron ganar tiempo de recolección gracias al invento de la segadora, la primera máquina agrícola. Fueron inventados molinos harineros de dieciséis piedras, dispuestas en doble fila y capaces de elaborar ocho toneladas de harina diarias. Inventaron el «trapetum», especie de prensa para aceite, y el gran instrumento de producción agrícola que es el arado romano, que tuvo en la agricultura mediterránea un larguísimo reinado, sólo sobrepasado en sus resultados por la aparición del tractor. No acaba aquí la originalidad de inventos en los que el principio fundamental era la utilización racional del agua. También fueron creadas prensas hidráulicas para extraer el agua de los pozos; acueductos para vencer la orografía española; canales de conducción del agua para llevarla hasta lugares donde su escasez resultaba trágica para las sociedades de labradores, o los grandes latifundios de producción. Se construyeron presas para almacenar el agua de los ríos. Es absolutamente evidente que la captación y utilización del agua representa una preocupación política, en relación con la eficacia económica, lo cual constituye una constante en la cultura agraria. Pero también lo fue en los ámbitos medicinales y en la higiene personal, en las termas y balnearios. Sobre todo ello se produjo una importante literatura en la que participaron las mentes más preclaras de la cultura romana. Catón «el Censor» escribió (160 a.C.) «De re Rustica», el libro romano más antiguo escrito en latín. El conocimiento práctico se unió al escrito, lo cual extendió los saberes.