
Alfonso Ussía
Honorabilísima
Vuelvo a contarlo. La Historia en mayúscula se escribe con pequeñas historias, en minúscula. Se casó en Madrid una mujer maravillosa. Fui testigo de su boda. También José María Aznar. También, mi presidente, Mauricio Casals. San Francisco el Grande. Después de la ceremonia religiosa un multitudinario y estupendo ágape nupcial en el Soto de Algete, la casa de los Alburquerque. En el Soto nació «Tebas», que montado por su propietario, Beltrán Osorio, el Duque de Alburquerque, con veinte huesos fracturados ganó el Gran Premio de Madrid. Alburquerque, jefe de la Casa de Don Juan de Borbón, es decir, jefe de la Casa de la Lealtad, del proyecto derrotado, era en Inglaterra «The Duke», por definición propia. Ni Edimburgo, ni Windsor, ni Richmond, ni leches. «El Duque» era Alburquerque, ese prodigioso jinete español que compitió en decenas de ocasiones en el «Grand National» de Aintree, donde quebró la mitad de sus huesos y alcanzó la meta en muchas ocasiones. En los ambientes hípicos de Inglaterra, en el mundo de las carreras de caballos, el Duque era sólo uno, el de Alburquerque, un romántico español que sumaba a su maestría el señorío y ejemplo constante de superación. Murió como su Rey, tan bien servido y honrado, pocos meses después del fallecimiento de Don Juan.
Y ahí, en El Soto de Algete, celebró mi maravillosa amiga su boda con un alto y formidable dirigente de FAES. Durante el aperitivo, Aznar me hizo un gesto de cercanía imperativa. No me moví de mi grupo porque don José María, al que tuve y tengo un hondo respeto, era un igual, como yo, y no tenía sentido su frenesí por llevarme hasta su lado. Yo había escrito, aquí en LA RAZÓN, unos artículos muy desagradables –y acertados, que el tiempo la razón otorga–, con Miguel Blesa de protagonista. De su obsesión de aferrarse al Poder en Cajamadrid cuando había perdido la confianza de quien era la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, a la que Rajoy desaprovechará en unos meses. Y Aznar, que es muy inteligente pero nada listo, que no conoce a las personas, cuando entrábamos en el gran comedor para sentarnos en la misma mesa, me apartó del grupo para regañarme. –Te estás equivocando gravemente, y has llegado al límite de la calumnia con Miguel Blesa. Blesa es una persona honorabilísima–. Le manifesté mi educada discrepancia y nos sentamos a comer.
Ahora entiendo, al fin, y comprendo de una vez la resistencia de Blesa para no perder su cortijo de Caja Madrid. Y me asombra leer la relación de los consejeros y altos ejecutivos implicados en el gozo y disfrute de las tarjetas de crédito opacas, entre otros, el «banquero» de la UGT, el inefable José Ricardo Martínez, insuperable cínico siempre convaleciente de ajenas corrupciones y jamás preocupado por las suyas. Y nombres de personalidades importantes pendientes de alguna explicación o un movimiento de ofrecimiento del reintegro de las cantidades derrochadas a espaldas de los accionistas. Blesa, en los últimos meses de su mal prolongado mandato, usaba la tarjeta opaca para obtener dinero en efectivo y así acumular la densidad de su desvergüenza. Pero –insisto–, ahora entiendo al fin y comprendo de una vez, su arrogancia y obsesión por mantenerse en su cargo.
El gran problema que tiene el PP es que nunca ha sabido elegir a las personas adecuadas para cada menester. Y no lo ha hecho porque aquellos que lo deciden no conocen a las personas. No descarto que Arriola haya sido el gran apoyo de Blesa, ese fatuo, prepotente y minúsculo ciudadano al que Aznar consideraba una «persona honorabilísima». Ante las evidencias, es muy recomendable reconocer los errores, don José María.
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