María José Navarro

Innoble

Se cumple ahora un mes de mi estreno en un quirófano. No se me preocupen: es más indigno que grave. Es muy indigno, para qué nos vamos a engañar. El caso es que tengo un cirujano para comértelo con patatas y además es del Atleti, así que estaba claro que aquello iba a salir bien sí o sí y que la relación sería fluida, fraternal y profundamente colchonera. Con mi cirujano he establecido ya tal grado de complicidad que soy capaz de contestar a las preguntas más íntimas mirándole a los ojitos y hacer todo tipo de ejercicios que me pida sin importarme sin es necesario el cúbito prono o el supino. Una campeona. Pero, ay, amigas, un buen día aparecí en la consulta y el paisaje había cambiado. Junto a mi adorado doctor se encontraba un joven efebo chileno de nombre Ignacio, guapo hasta rabiar, y pelilargo. Mi cirujano tuvo el detalle de, en su presencia, no pedirme una inspección visual. Me las prometía muy felices hasta que llegó el momento de la intervención. Nada más entrar al quirófano, yo con esa batita ridícula y transparente que te ponen, zas, ahí estaba Ignacio. «Hola, Nacho» dije bajito. Y enseguida le pedí a la anestesista un par de copas de sedación más para poder olvidar pronto que ahí, observando de cerca mis cuartos traseros, estaba Ignacio. Pasaron los días y hubo que regresar a revisión. Todo iba bien. Mi cirujano y yo, yo y mi cirujano en soledad. Hasta que en la última, mientras esperaba en la salita, ví la sombra de Ignacio. «Mira, Nacho, lo bien que está quedando. Esta es la zona noble y esta la innoble. Y el esfínter va fenomenal. Esta chica es un encanto. Fíjate qué detalle acordarse de tu nombre». Ains, amigas.