Alfonso Ussía
Juego
No soy jugador. No entiendo al ludópata. Cuando entro en un casino observo la tensión y las reacciones de los jugadores. He vivido situaciones muy tristes de amigos que lo han perdido todo en las mesas de ruleta y otras vainas. Siempre me pregunto quién paga el lujo de los casinos, sus alfombras, sus espejos, sus inmensos salones... y me respondo que todos aquellos que rodean las mesas de juego. A lo más que he jugado es al mus, y siempre con impaciencia, deseando terminar la partida. El mus sólo es aceptable cuando se juega entre amigos de verdad y el premio al triunfo se resume en una comida o unas copas. Y me concedo bastante mérito, porque la única vez en mi vida que he metido una moneda en esas máquinas diabólicas, gané un dineral. Si mal no recuerdo, cerca de las quinientas mil pesetas de la década de los setenta, en el hotel Loews de Montecarlo, y gracias al retraso de un belga con el que me había citado y que no se presentó. Le concedí un margen de tiempo de cortesía, me dieron mi pequeña fortuna y abandoné el lugar sin remordimiento alguno y los bolsillos rebosados de francos.
Respeto a los jugadores que saben medir sus pérdidas –casi siempre–, y sus ganancias. El juego tiene que resultar apasionante, siempre que el riesgo tenga una imaginaria señal de «stop» en el inmediato horizonte. En los días de regatas de traineras de San Sebastián se han jugado caseríos y prados. Y en Inglaterra, todo es susceptible de ser jugado. No revelo su identidad porque a nadie le interesa. No se trata de un personaje relevante, y aunque lo fuera lo mantendría en secreto. Perdió el pasado año, el de 2015, más de nueve mil euros sentado una tarde en la terraza de un bar de la calle Eduardo Dato. Apostaba a que el primer taxi que pasara libraba en días pares o impares. Al final de la jornada, ya noche, sus pérdidas alcanzaron esa cifra. El ganador no tuvo misericordia y exigió el pago. Y el perdedor, que era y es un señor, si bien atribulado por el juego, pagó.
«Para no perder en el juego, el jugador no cesa de perder», según el actor Robert Mitchum. Aparte de los jugadores, los más honestos en el mundo del juego son los casinos, negocios legales y sistemáticamente controlados. El entorno es lo peligroso. Los prestamistas, los matones que los prestamistas envían contra los malos pagadores, los tramposos y los fulleros. El póker es el escenario de la ruina por excelencia. Ahora, el juego se ha sobredimensionado y está oscureciendo la presumible limpieza del deporte. El fútbol primero, y después el tenis. La BBC presume de tener la relación de grandes jugadores de tenis que se han enriquecido con el juego. Se anuncia un grupo de ocho tenistas, argentinos y españoles, que forman parte de los tramposos. Sucedió en Somontes, en el Tiro de Pichón, allá por el decenio de los cincuenta. Nadie tiraba como el conde de Teba. Como era habitual, llegó a la tirada final contra un joven que prometía. Antes de iniciarse, un amigo de Teba le hizo una oferta.
–Si fallas, repartimos. He apostado a favor de tu contrincante–. El conde de Teba, que era un deportista ejemplar fue convincente en su respuesta. –Si te veo una vez más por aquí, el tiro te lo llevas tú–.
El juego de casino es peligroso por el azar. El juego que sustenta sus ganancias en el deshonor de un tercero y ensucia la presumible dignidad del deporte, puede terminar con la ilusión y la afición de centenares de millones de personas. El que pierde su dinero en el póker o la ruleta, es el único responsable de su desgracia. El que prostituye un enfrentamiento deportivo de acuerdo con los protagonistas, está hiriendo la emoción y el orgullo de todos los que confían en la honestidad del deporte. La BBC está obligada a hacer pública la relación que dice tener de los tenistas tramposos. Más aún, cuando Wimbledon es el último reducto que obliga a los tenistas a vestir de blanco.
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