Terrorismo yihadista
Juego de lágrimas
Todavía seguía caliente el cadáver del policía Keith Palmer y se retorcían sobre el pavimento los inocentes atropellados por Khalid Masood y nuestros analistas estaban ya en las tertulias de televisión comentando que las autoridades británicas, e incluso Trump podrían aprovechar la masacre de Westminster para imponer más restricciones migratorias. Cuando ocurren tragedias como la de Londres, Bataclan o Niza, el mantra que hay que repetir, si te dedicas a la política o el periodismo, es que el Islam es respetable y que la mayoría de los musulmanes son gente de paz, que rechaza el fanatismo yihadista. Y para obviar que casi todos los grandes atentados de las últimas dos décadas han sido perpetrados invocando el nombre de Alá, se añade que la barbarie ha sido obra de un loco, de un tipo de 52 años que cambió varias veces de nombre, tenía tradición violenta y se comportaba de forma muy rara. Hay que poseer una mente muy enajenada –y ser extremadamente desalmado– para encaramarse a un coche y arrollar a personas de toda raza, edad y condición sobre la acera de un puente, pero nos engañamos si ocultamos que el impulso criminal fue activado por una ideología muy concreta. No se trata de un «demente», sino de muchos y no se puede soslayar que el matarife de Westminster, como los de Madrid el 11-M, Nueva York el 11-S, Bali, Bruselas o Berlín, acudían a la mezquita y mataron convencidos de que eso les pasaportaría al Paraíso de Mahoma.
El terrorismo islámico, por su modus operandi, el componente suicida, las armas «domésticas» que emplea y su arbitrariedad a la hora de elegir objetivos, llega envuelto en aura de la «inevitabilidad», pero es falso que nada se pueda hacer. La resignación es el vestíbulo de la derrota.
Cierto que el enemigo no son los musulmanes, pero tenemos que tener claro que si lo es el islamismo y que no se trata de un puñado de enajenados. Viven en una comunidad, que rara vez colabora en frenarlos y bastaría que eso cambiara, para modificar la ecuación. No es asumible en una democracia que quienes se benefician de ella jueguen a la contra, por acción u omisión.
Identificado el enemigo y desvelada su naturaleza, hay que tratarlo como tal, sin ñoñerías. Tenemos que ganar, porque nos va la vida en ello y eso exige sacrificios y dotarnos de elementos de defensa –civil, legal, militar, armada– que nos permitan triunfar. Tenemos que tener claro que ellos son los malos y nosotros los buenos.