Ángela Vallvey
La carne
Dice la OMS que la carne «procesada» es probablemente cancerígena. Que la carne «transformada» aumenta el riesgo de sufrir cáncer colorrectal. La carne estaría así en el mismo grupo que los glifosatos (una especie de aliño que llevan los herbicidas). La revelación pone las glándulas salivares de punta. La industria de la carne crece exponencialmente al ritmo en que aumenta la población humana: tenemos colmillos afilados. A los humanos siempre nos ha gustado comer carne. Podríamos haber seguido una dieta rica en culebras, apetitosas larvas de insectos y oposum, como algunos aborígenes americanos, pero no nos hemos conformado. Nos pirra la carne animal. Incluso vegetarianos contumaces como los jainíes y brahmanes de la India paladean con delectación la leche y la mantequilla. La carne «procesada» es uno de los principales elementos de la cesta de la compra de una clase media-baja mundial que hace malabarismos para llegar, ya no a fin de mes, sino al fin de semana. Procesar la carne significa añadirle sal y aditivos para que se conserve pero, sobre todo, para que resulte «sabrosa». Antiguamente, los sabores de la comida se dividían en «amargo, ácido, dulce, salado y picante». Luego se descubrió el «umami» (sabroso): un delicioso gusto artificial a carne. Suculento glutamato monosódico, etc. La carne procesada está aderezada con mucho «umami». Tanto que, aunque nuestra programación genética no nos impele a comer carne, nos entran ganas de devorarla, nos hace picotear a todas horas, como pollos enloquecidos. Aunque no somos leones, ni buitres, ni cocodrilos, a pesar de no ser carnívoros genuinos, el «umami» despierta en nuestro estómago una poderosa llamada. La carne es nutritiva, tiene proteínas, grasas, vitaminas. Todo lo que cualquier buche desamueblado puede soñar. Nuestra ansia es carnívora, antes que feculenta. Somos lo que comemos. Llevada por esa indigencia de la panza que urge a la especie, y la posibilidad de grandes beneficios en el «proceso», se está desarrollando cierta industria alimentaria que ha convertido a los animales en filetes dolientes, criados y engordados en condiciones miserables. La carne no es cancerígena por sí sola (seguramente ayudó al ser humano a hacerse más fuerte e inteligente,), pero comer los restos «procesados» de un animal cebado con antibióticos y ansiolíticos, al que han acelerado su crecimiento de forma artificial, y que ha vivido y muerto sin ver la luz del sol, no puede ser muy bueno con la barriga ni con el espíritu de nadie.
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