Cristina López Schlichting
La Cataluña violenta
Reconozco mi absoluta incapacidad para entender a un hombre como Junqueras, que dice pasar su tiempo en la prisión rezando y, a la vez, tipifica a los no independentistas como «el mal». Su tuit camino de la cárcel me parece una pesadilla. «Haced cada día todo lo que esté a vuestro alcance para que el bien derrote al mal en las urnas el 21D. Erguidos, con determinación hasta la victoria». Semejante lenguaje me parece propio de Savonarola o del totalitarismo, sencillamente no lo capto, no me parece razonable. Por incomprensible que me resulte una ideología que se empeña en separar a las personas y crear nuevas fronteras, jamás me atrevería a identificar el independentismo con «el mal». Y, por supuesto, soy demasiado consciente de mi limitación para creer que lo mío es «el bien» absoluto.
La aplicación de categorías religiosas a lo temporal es peligrosa. Estamos en un siglo que está apurando la amarga medicina de quienes, por defender su fe y la supuesta verdad, se permiten matar a los otros. Llegados a este punto tengo miedo. Es posible vivir y compartir sistema con alguien que discrepa de ti, pero es preciso que respete la ley y, sobre todo, que su prioridad no sea hacerte el vacío, quitarte de enmedio social o culturalmente. Oriol Junqueras parece inmerso en una cruzada cuyo objetivo somos los constitucionalistas.
No creo que ni él ni los suyos vayan a echar mano de las armas, no lo imagino en la España del siglo XXI, pero en el Occidente moderno hay otras formas de aniquilar civilmente. Hace mucho que Albert Boadella salió de su tierra dolido por el desprecio y la persecución de que era objeto. Su casa había sido objeto de vandalismo, sus árboles podados, era constante objeto de agresión en las redes. No podemos, por lo tanto, fingir que no lo habíamos advertido. Ahora, la «revolución de las sonrisas» pasa por sabotear la casa de una fiscal en el Pirineo, o hacer pintadas en el piso de un juez en la costa de Gerona y conseguir que se vaya. También por hostigar con cacerolas a la policía en los hoteles, escribir tuits amenazadores o insultar a quienes se manifiestan partidarios de que la Selección Nacional juegue en Barcelona.
¿Qué barbarie es esta? ¿Cómo se puede pretender que no sea violencia? El nacionalismo expande la idea de la lucha justa del «bien contra el mal» en categorías tan simplistas como el manga, pero letales para la convivencia. Los padres de alumnos se sienten facultados para ocupar ilegalmente los colegios, los alcaldes para hostigar a la policía y chantajear a los hosteleros para que echen a los agentes de sus establecimientos. Los periodistas para hacer uso ideológico de los medios públicos. Los políticos para despreciar a quienes no hacen del catalanismo el eje de su discurso. La diferencia entre lo que cree Junqueras y el resto de las posiciones políticas radica en que sus ideas trazan una línea entre los míos y los otros, los buenos y los malos, los que luchan por el bien y los que no. Evidentemente, se introduce en la sociedad la diferencia entre personas, el supremacismo. Una terrible forma de violencia.
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