Julián Redondo

La cruzada de los modorros

Perseguidos hasta la verdad. Que así es la vida, y la justicia, implacable o lenta, e inexorable. Como lo bueno o lo malo, todo llega. Armstrong hizo trampas en el solitario y cabos sueltos, truhanes ocasionales con dos dedos de frente misericordiosos, la debilidad humana que él no controlaba, la de Landis, Leipheimer o Hamilton, y la perseverancia de Mr. Tygard terminaron por destapar sus enjuagues.

Al hilo de sus declaraciones, arrepentidos en la mazmorra de la ignominia, reclaman más confesiones, yo pecador, y apuntan hacia todas direcciones menos una, la de los dirigentes que hicieron la vista gorda, que a cambio de unas monedas taparon, ocultaron y disimularon. Se cebaron con ciclistas menos trascendentales defendidos por leguleyos más incompetentes; corredores ufanos en el podio, impermeabilizado por dosis prohibidas que se fueron de las manos, a ellos o a sus cuidadores. Les pillan in fraganti; cantan, escriben, recuperan parte de lo que dejaron de ingresar durante la condena y cuando salen del calabozo se sienten, oh Saulo, tan limpios, contritos y superiores que buscan arrepentidos como los cerdos la trufa. Que hable Indurain, sugiere Millar, y los difuntos Anquetil y Fignon, y Merckx e Hinault, por qué no Berrendero, que «se dopaba» en el Tour con un pollo asado que en la España de la posguerra era aliciente vitamínico para cruzar los Pirineos. Como hagamos mucho caso de iluminados y modorros, el carajillo de café y champán de Fede (Bahamontes) terminará por ser el primo hermano de la hormona del crecimiento.