Cristina López Schlichting
La dulce esclavitud del cariño
No sé cómo se puede afirmar una cosa y su contraria, pero está de moda. Dice Ada Colau –que ha ordenado el desalojo de los ocupas– que, sin embargo, comprende sus acciones. Afirma «Kichi», el alcalde de Cádiz, que la Policía ha hecho su trabajo al impedir la venta ilegal de pescado en la calle, pero que él está con el detenido. El núcleo de la nueva política, como el de todos los populismos que en el mundo han sido, es la sensiblería. Ya no se espera de los políticos que respondan a la lógica, sino que nos quieran. Cariño es lo que ofrece Manuela Carmena a sus concejales cuando les pone un huerto en el Ayuntamiento. O lo que se dan entre sí los diputados que se besan en la Cámara. O lo que solicitan los miembros de ese sindicato agrario de Jaén que pegan a concejales del PSOE, pero piden salir de la cárcel por compasión. Los sentimientos –que son cosa placentera– confunden a veces los sentidos. Por eso los nuevos próceres, en nombre de la gente, acaban condenando a los que defienden a la gente. La Policía se ha convertido en el enemigo, lo mismo que el Ejército (¿pues no dice el futuro ministro de Defensa, militar de rango él, que es antimilitarista?). Tengo para mí que veremos cosas asombrosas, como las que se han visto en Grecia o Venezuela, donde se prometieron, eso sí, por amor, riquezas sin fin y se han cosechado abundantes miserias, si cabe el oxímoron. Se anunció justicia, y Hugo Chaves atenazó los tribunales; se ensalzó la democracia del pueblo y ahora se intenta sofocar el resultado electoral. Se predicó la revolución y los que protestan van a la cárcel. Socapa de la amenaza de los poderes financieros internacionales, se eliminan las instancias cercanas: el orden parlamentario, los partidos, los cuerpos de seguridad. En el mundo de yuppie de las instancias directas (democracia directa, voto directo, asambleas directas) sólo es buena la revolución y su partido. Como si sus miembros no fuesen seres humanos falibles, sus métodos tan discutibles como todos, sus intereses tan concretos como los de los demás.
Al final, cuando se le pregunta al fiel por qué cree en lo que éstos prometen, y no en lo que prometen otros, sólo le queda el cariño. Ada cree en nosotros, Carmena piensa en nuestro bien, Pablo da la vida por nosotros, Maduro es el que está con el pueblo.
Se subvierte el orden para volver a lo de siempre, lo de toda la vida, el despotismo. Las instancias intermedias –cortes, leyes, policía, sociedad civil– resultan barridas hasta que el hombre queda inerme frente al poder. Todos los diques que inventamos para salvar la pluralidad y pertrechar libertades, para parcelar fuerzas y parapetar espacios, se eliminan. Eso sí, en nombre del amor.
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