José María Marco
La familia, a debate
A quí en nuestro país, el matrimonio entre personas del mismo sexo, o matrimonio gay, se institucionalizó sin grandes debates. Por eso no prestamos mucha atención a la intensidad y la calidad de las discusiones a las que la cuestión está dando lugar fuera. El foco está ahora puesto en Estados Unidos, donde el asunto ha llegado al Tribunal Constitucional. Allí las audiencias son públicas y reúnen a un público muchas veces apasionado. Además, todo el mundo puede participar en el debate constitucional presentando ante el Tribunal una argumentación, a veces relevante, bajo el nombre antiguo de «amicus curiae».
Entre los aspectos más interesantes de este proceso está la evolución del propio Tribunal. Su presidente, el conservador John Roberts, está obsesionado con su legado, que relaciona con la credibilidad y la continuidad del prestigio de la institución en tiempos de cambio tan profundo como los que estamos viviendo. Esta realidad fue fundamental en la aprobación de la reforma sanitaria de Obama y lo volverá a ser ahora. Roberts hará todo lo posible para evitar que se repita la división que causó y sigue causando la forma en la que el Tribunal Supremo legalizó el aborto en 1973.
También está resultando interesante la aportación conservadora –conservadora en el sentido estricto, no sólo «de derechas»– al debate. Efectivamente, la propuesta del matrimonio gay surgió a mediados de los años 90, no hace mucho tiempo, como una idea conservadora: así lo percibieron, y lo rechazaron, entonces muchos de los que ahora lo promocionan con actitud militante. No se trataba de formular de nuevas los derechos, que son derechos de los seres humanos, no de un grupo ni de un colectivo. Tampoco se trataba de subvertir una sociedad que ya había cambiado –y se había subvertido, y de qué manera– por su cuenta. Se trataba de recomponer lo que un pensador francés llamó el «nuevo desorden amoroso» en formas sociales que intentaran proporcionar estabilidad y promocionaran la integración, la responsabilidad y el compromiso. No se discutía entonces la familia de siempre, por así llamarla. Lo que se quería era adaptar sus muchas virtudes a situaciones que hace algunas décadas eran casi impensables como no fuera en círculos exiguos. Habrá quien piense, con toda legitimidad, que esto no es bueno para la cohesión de la sociedad. Sin negar la consistencia de esta perspectiva, hay quien piensa también que es esa misma cohesión la que recomienda la institucionalización de comportamientos hasta hace poco tiempo excepcionales, o condenados a la marginalidad, pero cada vez más presentes en la sociedad.
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