Antonio Cañizares

La Fiesta de la Virgen

Mañana celebraremos la fiesta de la Asunción de la Virgen de tanto arraigo en los pueblos de España, popularmente conocida en muchas partes como «la Virgen de agosto». Un día, sin duda grande y hermoso, que nos abre a una gran esperanza, de la que andamos tan necesitados. Saludamos a la Virgen gloriosa en el misterio de su Asunción al cielo: En Ella, Dios ha realizado lo que se reserva cumplir al final de los tiempos en todos los que mueren en comunión con su Hijo, Jesucristo. Saludamos a la Reina de los ángeles y de los santos, que desde el cielo intercede por nosotros y nos sostiene en la peregrinación terrena hacia la tierra prometida. Ella proclama: «Mi alma engrandece al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva». Y nosotros la aclamamos bienaventurada en esta generación difícil de la historia humana, y le rogamos que nos muestre a Jesús, fruto bendito de su bendito vientre.

Jesucristo es lo mejor que ha pasado a la humanidad. Tal vez hacer esta afirmación, más aún en medio del verano en donde parece que no se ha de meter uno en cuestiones de hondura, pueda parecer a algunos un tanto provocativo. Pero, precisamente por encontrarnos en esta época del año dedicada al sosiego y a la recomposición de fuerzas interiores y físicas, como obispo, siento más la urgencia de reiterar esta confesión de fe, y más en este día de la Asunción de María, por la que se mantiene y sigue vive la fue de nuestro pueblo.

Sí, porque en Cristo accede el hombre a la libertad de la filiación divina y a la vida eterna; porque en El tenemos acceso a la verdad que nos hace libres; porque en El tenemos la salvación definitiva e irrevocable que andamos buscando pues estamos necesitados y sedientos de ella. El es el Salvador y su salvación es universal. Es el Camino, la Verdad y la Vida. El da valor, sentido y consistencia a la realidad; nada se puede separar de El sin que se quede sin alterar su verdad. Desechada por los constructores de este mundo, se ha convertido en la piedra angular sobre la que se puede edificar una humanidad verdadera y enteramente nueva, con la novedad de la verdad y del amor, la paz y la justicia verdaderas. Cristo sabe lo que hay en el corazón del hombre; sólo El lo sabe. El es nuestra esperanza.

Jesucristo ha desvelado el misterio del Dios inefable, que se ha mostrado en Él como Amor sin medida, como amigo de los hombres. Y así ha desvelado también el misterio que es nuestra propia vida, que somos nosotros, y ha introducido en la historia la posibilidad de vivir la vida humana de un modo nuevo, conforme al designio original de Dios y a los deseos más profundos que, a pesar del pecado, permanecen inextirpables en el corazón de los hombres.

Esta fe se propone a todos y no se impone a nadie; siempre es oferta de gracia y salvación a la libertad del hombre. Esa fe, que hemos recibido como la mejor de las herencias y el más grande tesoro, es la única fuerza y el único poder, la única riqueza de la Iglesia de todos los tiempos; también hoy. La Iglesia, por servicio y amor a los hombres, no puede dejar morir esta riqueza, no puede silenciarla, no puede dejar de ofrecerla, porque traicionaría a la misma humanidad a la que se debe.

La singularidad absoluta de Jesucristo, el Hijo del Dios vivo hecho hombre por nosotros, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación por obra del Espíritu Santo bajó del cielo y se encarnó de María la Virgen, su primer y singular sagrario, implica su relevancia y concernimiento universal y decisivo: «Ningún pueblo y ninguna cultura puede culpablemente ignorarlo sin deshumanizarse; ninguna época puede considerarlo superado, aunque la mayoría así lo estime; ningún hombre puede conscientemente separarse de El sin perderse como hombre».

«Cristo no es un lujo, una opción facultativa, una idea ornamental su presencia o su ausencia (vale decir nuestra acogida o nuestro rechazo) tocan en lo profundo de nuestro ser y determinan nuestra suerte. El es el Señor y reclama espacio en nuestros pensamientos, en nuestras decisiones, en nuestra vida; nuestra inteligencia no vive sin esa "memoria"; nuestra voluntad no se rige sin esta "obediencia"; nuestra humanidad no se realiza plenamente si no busca crecer en esta vinculación y en esa conformidad, esto es en "comunión". Es Señor y no puede ser enviado fuera de ningún ángulo de la existencia. Es el Señor, aunque no se impone a ninguno, sino que se propone sin cesar a la libre adhesión de todos. La alegría de que exista vence toda tristeza posible de nuestros días. Los ojos que lo han contemplado en la fe no pueden mirar más al mundo y a la historia con desesperanza. El corazón que se ha abierto a El, se ha abierto al universo y no pueda volver a enclaustrarse en la propia mezquindad. Porque El existe, nosotros somos un pueblo salvado; porque existe, somos una Iglesia; porque existe, todo debe ser renovado; toda reflexión sobre Cristo debe dar lugar a una humanidad nueva en Cristo». (Card. G. Biffi).

Ésta es la grandeza de nuestra fe, por la que nos sentimos dichosos como María, éste es nuestro gran gozo, el que desde los primeros siglos de nuestra era ha constituido lo mejor, lo más noble, lo más caracterizador del pueblo cristiano de España en su unidad, aun en medio de dificultades y aun de persecuciones, y que hasta nuestros días, gracias a Dios y a María Santísima, pervive con verdadero y alentador futuro. Ésta es la fe que nos identifica y el gozo que nos alienta, y que hoy, como hijos fieles de la Virgen María y protegidos por Ella, y como herederos de tantos santos y mártires, de tantos cristianos sencillos, testigos de Jesucristo, anhelamos compartir con todos los hombres en una Iglesia más intensamente misionera, evangelizadora, portadora de esa gran esperanza que nos ha traído la Virgen María, Jesucristo, luz y esperanza para todos los pueblos.