Restringido
La fragata «Cataluña»
Hace ya bastante tiempo tuve el honor de mandar la Fragata «Cataluña» durante año y medio. Un gran buque, no por mis méritos sino por el equipo humano que heredé de mi antecesor. En la «Cataluña» –durante nuestro tiempo– vivimos los últimos coletazos de la Guerra Fría practicando la defensa marítima, preparándonos para el caso de que la Unión Soviética iniciase una agresión contra Europa. Naturalmente junto a otros marinos y aviadores aliados en el seno de la OTAN.
Las fronteras marítimas que defendíamos estaban entre Noruega y Turquía. Navegamos para ello desde el Círculo Polar Ártico a Estambul. Siempre es mejor defenderse lejos de aquello que amas y puede sufrir en la contienda. Contra las tropas de Napoleón hubiese sido mejor combatir en París que en las murallas de Zaragoza. Esto, con todos los respetos a mi heroica paisana Agustina de Aragón. O mejor incluso que bombardear París hubiese sido poder explicar a los franceses que aceptábamos toda sus ideas modernizadoras, pero que la punta de una bayoneta es mala maestra para un pueblo orgulloso de lo que ha hecho en la Historia.
Los marinos preferimos siempre las fronteras lejanas; aunque no nos gusta ninguna en general. En la mar nunca hemos visto una raya que nos impidiera cruzarla. Pero como haberlas, «hailas», como dice mi otra alma gallega, mejor que sea en tierras lejanas que cerca de donde viven los que queremos.
En la Europa que intenta unirse, el concepto de frontera es bifronte y en cierto modo contradictorio. Por un lado personas, mercancías y dinero pueden moverse de un lado a otro sin impedimentos. Ésa es la regla fundamental en la que se basa nuestra Unión y el origen de la presente prosperidad económica. Pero alternativamente tras estas fronteras que parecen no existir se agrupan poblaciones que tienen reticencias sobre los otros europeos y que eligen democráticamente a sus líderes de vez en cuando. Los gobiernos europeos que de ahí salen responden primordialmente ante estos electores –pues su supervivencia está en juego– trasladándose pues las dudas a estos protagonistas básicos de la evolución de la UE.
Da la impresión que es una Unión europea sólo para el buen tiempo; que cuando el temporal arrecia cada uno empieza a buscar su propio chaleco salvavidas.
Pese a estas dudas y reticencias hay muchos países al sur y a levante de Europa cuyos doloridos habitantes se juegan la vida –y la de sus hijos– para entrar en el paraíso que conocen a través del internet y sus móviles. Ellos sí que no tienen dudas de lo bueno que es ser europeo unido.
Ucrania se la jugó no para entrar en la UE, sino tan sólo para estar un poco más cerca de ella. Los sirios que nos llegan en oleadas vienen empujados por ese enemigo ideológico de Occidente que es el Daesh. Los africanos que sufren ante regímenes corruptos prefieren el riesgo de morir ahogados que permanecer en sus naciones, que paradójicamente están mejorando económicamente, aunque todavía lejos de nosotros. Para todos ellos sí hay fronteras. Y dolorosas.
Volviendo a mi Fragata «Cataluña» y sus navegaciones por los confines de nuestra amenazada Europa de aquellos años, confío en que ya habrán comprendido que no soy un entusiasta defensor del concepto de muralla, ni de atrincherarse tras una frontera para defender las esencias de una nacionalidad, especialmente cuando es tan artificial como la que pretenden algunos malos españoles de todos conocidos. Una lengua no puede definir una nación o si no Venezuela y Cuba entre otras serían parte de España. Una lengua propia –tan bella por ejemplo como el catalán– es una riqueza admirable cuando complementa el español en el que se comunican y emocionan millones de personas en todo el mundo. Qué bonito es sumar, como en mi experiencia personal suma el conocimiento del inglés, al idioma de mis padres. Conocer inglés bien no es meramente dominar una mecánica; es tener acceso a compartir una manera de ver la vida propia de muchos seres humanos que han crecido en otras tradiciones.
Las tradiciones –los buenos y malos momentos– en que hemos crecido todos los españoles no se diferencian mucho, aunque se expresen en lenguas diferentes y algunos políticos insensatos o ambiciosos intenten manipular la Historia para probar lo contrario.
Mi querida «Cataluña» –la fragata naturalmente– descansa en el fondo del Atlántico en aguas canarias hundida por misiles y al cañón como me hubiera gustado a mí acabar. Si los buques tienen alma – desde luego estoy convencido que la «Cataluña» tenía espíritu–, nuestra fragata se estremecerá al ver lo que en su nombre están tratando de hacer algunos con aquellas queridas tierras españolas. La bandera española nunca faltó en la popa de la «Cataluña». La barrada propia de la tierra, junto al Castillo, el León y las cadenas de Navarra la complementaban en proa los días de fiesta o atracados en puertos extranjeros. La Fragata española se vestía así también de catalana los días de presumir.
Perdónalos «Cataluña» –donde quieras que estés– que no saben lo que hacen. Con qué sentimientos e intereses juegan. Qué muros quieren erigir para separarnos. Qué fronteras quieren inventarse en un Continente que ya tiene demasiadas y con dolor intenta suprimirlas.
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