Martín Prieto
La guerra de los sexos
Alas pocas horas del ataque japonés obre Pearl Harbor, el presidente Franklin Delano Roosevelt se derrumbó: las Hawai quedaban muy lejos, las comunicaciones eran lentas e inseguras, el Estado Mayor temía desembarcos nipones en la costa oeste, y un general estimó que en una semana el Sol Naciente podía amanecer en Chicago. Roosevelt, atrapado en su silla de ruedas, tuvo su momento de silencio y depresión antes de solicitar al Congreso en sesión conjunta la declaración de guerra. Ese hueco ominoso fue llenado de inmediato por Eleanor Roosevelt, quien sin consultar a nadie pidió cadena nacional y pronunció un discurso radiofónico de unidad y firmeza ante el desastre sobrevenido. Eleanor era madre, lesbiana, diplomática, muy culta, escritora sensual, feminista y activista de los derechos humanos, pero nunca utilizó la palabra machismo aunque fuera la primera dama de un presidente tullido.
Como la economía de guerra tardaba en imponerse, hubo huelgas en las cuencas carboníferas y Eleanor bajó a los pozos. La increparon: «Queremos hablar con su marido». Contestó: «Yo soy las piernas de mi marido». Era otro feminismo, más intelectual, influido por mujeres ilustradas. Cuando las feministas increpaban a Camilo José Cela, replicaba que él era machista-leninista y que, en cualquier caso, las chicas eran unos chicos muy raros. Otro importante intelectual español al que no cito por no perjudicarle sostiene que hombres y mujeres no pertenecemos a géneros diferentes, sino a especies distintas, con lo que la guerra de los sexos está servida, y así los debates europeos devienen en artificiosas peleas sexistas.
Hace años en Argentina, hombres y mujeres votaban por separado y en mi ingenuidad creí que era por razones morales, para que no se arrejuntaran en las colas, pero resultó que cuando Evita Perón exigió el voto femenino hicieron censo aparte que obligaba a votar en otras urnas. Saber de inmediato qué votan las mujeres sería el sueño inalcanzable de la candidata Elena Valenciano, aunque podría llevarse sorpresas desoladoras. La funcionaria del PSOE se sitúa en el feminismo radical y su campaña europea es un argumentario de mujeres, que es de lo que sabe. Está en su derecho. Sentido del humor no tiene ninguno, porque eso es razonablemente incompatible con la inacabada batalla de las mujeres por la igualdad.
Pero las campañas y sus debates están trufadas de chascarrillos y frases hechas. En los Comunes, una laborista poco agraciada le espetó a Churchill: «¡Cállate Winston, que estas borracho!»/ «Sí, pero lo mío se cura y lo de usted no». Ambas cosas eran ciertas. Rieron los diputados, y no hubo nada. En el debate europeo que nunca existió, la señora Valenciano (que también tenía papeles) tiró de una cita de Cañete sin venir a cuento y como puñalada de pícaro: que las mujeres son impredecibles como los regadíos. Eso se dice en los pueblos delante de las mujeres que ríen la zoncera masculina antes de indicarles a los hombres lo que tienen que hacer. Se podía haber puesto al tablero el apotegma femenino de que los varones son incapaces de hacer dos cosas a la vez y haber hecho de ello cuestión testicular.
Valenciano se ha subido a un podio de papel, a falta de otros méritos. Grandes filósofos de la Ilustración escribieron de la mujer que era «un animal herido» o un especimen «de cabellos largos e ideas cortas» y no por ello vamos a quemar La Enciclopedia en la plaza pública. La función de una política feminista consiste en frenar la misoginia, pero no dar suelta a la androfobia. Arias Cañete, vapuleado por las faldas, se lo tiene merecido pero no por machista, que no lo es, sino por cortés. También pudo tirar de navaja y recordarle a su antagonista los novelescos currículos europeos que se gastaba. Y tuvo la elegancia de no hacerlo porque no era la cuestión a debatir tal como la feminidad de los regadíos. Toda esta pamema es la más comentada en una campaña socialista que comenzó pidiendo la conversión de Europa en una gran Andalucía y que terminará suponiendo que los problemas de la humanidad los solventará el voto femenino.
Confiesa Valenciano que la aburre estudiar y leer. Así que resumo. Las españolas deben el voto de 1932 a Clara Campoamor (Izquierda Republicana) y a las derechas que la apoyaron. Azaña y el PSOE se opusieron hasta quedar en evidencia, teniendo en tan alta estima a las mujeres que temían votaran lo que mandaran los padres, los maridos y los curas. Indalecio Prieto las acusó de destructoras de la República. Abandonada y olvidada por unos y otros murió exiliada en Suiza. Clara Campoamor jamás se cita en el catecismo socialista.
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