Escritores
La insoportable tentación
Ignoro si es cierto que cada español lleva un seleccionador de fútbol dentro de él, pero es indudable que cualquier persona occidental, sea hombre o mujer, oculta un detective. Podría ser una manera sencilla de explicar el éxito del género policiaco, o de entender el interés que suscitan algunos crímenes, cuando se proyectan mucho más allá de las páginas de sucesos. Los escritores y los periodistas somos malos detectives. Confieso que, como escritor, tiendo a novelar y, como periodista, los tiempos en los que me asomé a la sección de sucesos me demostraron que no tenía demasiados aciertos y que los policías, al menos los que conocí, eran personas tan poco imaginativas como meticulosas. Lo que sí aprendí en aquel tiempo –fuera de los crímenes pasionales, provocados en un arrebato, o los homicidios inspirados en la cólera y la furia– es que el procedimiento policial buscaba móviles que coincidían con los de los detectives literarios, y que había tres fundamentales: el dinero, el miedo y el sexo. En ocasiones se montaban unos con otros, pero la premeditación que llevaba a un asesinato siempre giraba alrededor de estos tres pilares. El económico puede tener su origen en la ambición y la avaricia o en el temor a la ruina; el miedo proviene de un chantaje o de una dominación insoportable, y el sexo es lo que, quizás de una manera algo machista, el comisario Maigret denominaba «cherchez la femme», es decir, qué líos sentimentales se esconden tras este caso. Cuando, aparentemente, todos los móviles tradicionales quedan descartados, los profesionales siempre se hacen esta pregunta: «Esta muerte, ¿a quién beneficia?». La tentación de especular es tan insoportable como cualquier otra tentación, y admisible tanto en términos privados como en públicos, siempre y cuando se subraye la presunción de inocencia, no se transforme la especulación en murmuración, y se respete a quienes, casi siempre a su pesar, sobre todo la víctima, son los protagonistas de la historia. Lo que no se puede evitar es no caer en la terrible tentación, sobre todo en el instante en que, por las circunstancias que concurren, el hecho salta de las páginas habituales de la sección de sucesos a la primera página. Más aún si está por probarse un posible parricidio, y si los móviles, tras parecer claros, se difuminan, como en este caso, donde el dinero no parece ser el impulsor de la acción. Queda el miedo. Alguien se sentía intranquilo por una posible denuncia, o inseguro por si alguien cometía una indiscreción que fuera el inicio de un descrédito social, o, no sólo eso, sino que se había sentido amenazado porque esa indiscreción se fuera a cometer de manera maliciosa, y la coerción para algunas personas llega a resultar muy difícil de resistir. O... «cherchez la femme». Lo que sucede tras la puerta de un domicilio siempre es un secreto para los demás. El instinto más fuerte por el que nos movemos es el instinto de conservación y el instinto de reproducción. A este último, nuestra cultura la ha llenado de poemas, sinfonías, esculturas y mucha literatura, pero en el fondo responde a lo más primitivo. Puede adoptar formas barrocas, y establecer reglas sociales y tabúes, pero las reglas se transgreden, y la complejidad, en el fondo, se rompe cuando alguien decide justificar en nombre del primitivismo cualquier perversión. Sin olvidar que la perversión más horrible es matar a una persona que está llena de vida. No me refiero a un caso en particular, estoy cayendo en la insoportable tentación de establecer alguna hipótesis, pero, claro está, de manera generalizada, y sin señalar a nadie en concreto.
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